El “rayo de luz” del Espíritu Santo que la liturgia de Pentecostés nos invita a pedir nos ayuda a dirigir nuestra mirada y permite ver las situaciones como Dios las ve. Pero ¿cómo recibir esta luz para tomar decisiones cristianas?
¿De dónde vendrá el “rayo de luz” del Espíritu Santo que la liturgia de Pentecostés nos invita a pedir? Apartemos primero toda idea de una iluminación más o menos milagrosa: “Rezo muy fuerte al Espíritu Santo y luego, cuando abra la Biblia por cualquier página, ¡encontraré la respuesta a mis problemas!”. En efecto, la luz del Espíritu Santo es primero la de la razón y la fe, dos luces divinas que el Padre da a todos sus hijos y que no hay que reemplazar, sino utilizar correctamente: el “rayo” de luz que pedimos es el que dirigirá nuestra mirada, permitiéndonos ver las situaciones como Dios las ve, en su lógica natural y sobrenatural.
Un ejemplo: después de su escolarización, un joven puede pedir al Espíritu Santo que le aclare sobre su orientación futura; no le pide que escoja en su lugar entre hacerse médico o ingeniero, sino que lo devuelva a la lógica de su bautismo para que su decisión se inscriba en una voluntad incondicional de seguir a Cristo. Y para ello, hace falta que el Espíritu Santo “lave las manchas, infunda calor de vida en el hielo, dome el espíritu indómito, guíe al que tuerce el sendero”. Pero ¿cómo recibir esta luz del Espíritu Santo?
Las tres instancias a las que recurrir para cualquier decisión cristiana
Jesús nos ha señalado tres lugares de su efusión y, por consiguiente, tres instancias a las que recurrir para tomar cualquier decisión cristiana.
- La primera es la conciencia de su discípulo, esta facultad de juzgar las situaciones a la luz de Dios: “El Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad” (Jn 16, 13).
- La segunda es la palabra de Dios, que “no puede ser anulada” (Jn 10, 35).
- La tercera es la Iglesia, tal y como Jesús la estableció sobre Pedro y los Apóstoles “revestidos con la fuerza que viene de lo alto” (Lc 24, 49).
Concretamente, esto quiere decir que, para tomar una decisión ante Dios, debemos primero ponernos en la intención fundamental de seguir a Jesús de cualquier manera (un buen retiro puede ser beneficioso). Luego, de entre las diferentes hipótesis razonables, buscaremos la que nos parezca más coherente con lo que la Escritura nos dice de ello para conducirnos a Cristo. Sin duda, la Escritura no nos habla directamente del médico o del ingeniero, pero sí habla de las implicaciones de vida eterna implicadas en ambas profesiones.
Por último, verificaríamos si la decisión es coherente con lo que la Iglesia vive y enseña hoy día. Ciertamente, no corresponde al obispo decidir si debemos ser ingeniero en vez de médico, pero formamos parte de una comunidad cristiana cuyas opciones fundamentales deben integrarse en nuestras opciones personales. Pensemos, por ejemplo, en la importancia de una presencia de la Iglesia en las profesiones de la salud o en la de su doctrina social en la vida de una empresa. En este sentido, una vocación es al mismo tiempo una misión y, si se discierne en esta triple referencia al Espíritu Santo, podemos estar seguros de que Él estará ahí, con sus “siete dones sagrados”, para permitirnos vivirla “por la gloria de Dios y la salvación del mundo”.
Padre Max Huot de Longchamp, Edifa
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