3 claves para salir de la autorreferencialidad
y crecer en la vida espiritual
«Se levantó un legista, y dijo para ponerle a prueba: «Maestro, ¿que he de hacer para tener en herencia vida eterna?». Él le dijo: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lees?» Respondió: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo». Díjole entonces: «Bien has respondido. Haz eso y vivirás.»
Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «Y ¿quién es mi prójimo?» Jesús respondió: «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: «Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva». ¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» Él dijo: «El que practicó la misericordia con él». Díjole Jesús: «Vete y haz tú lo mismo»» (Lucas 10, 25-37).
Tres claves
Aveces será para un buen propósito, pero la mayoría de las veces, nuestra mirada se vuelve solo hacia nosotros; sobre nuestro desempeño, sobre nuestra eficiencia, sobre nuestra imagen a mostrar. Incluso a nivel moral, la corrección de nuestro comportamiento se vuelve central, como si nuestra felicidad dependiera de esta capacidad de nunca cometer errores.
Desgraciadamente, el tiempo nos dirá que una vida dedicada a mirarnos a nosotros mismos, incluso con el objetivo de mejorar y alcanzar metas válidas, en lo humano y en lo espiritual, cada vez más exigentes, no implica necesariamente una vida feliz.
La vida se llena cuando somos capaces de cambiar de mirada o cambiar de pregunta.
1HAZTE LAS PREGUNTAS CORRECTAS
A veces, incluso las preguntas que nos hacemos a nosotros mismos y que le hacemos a Dios en nuestra oración, no son auténticas. Estas corren el riesgo de ser preguntas superficiales que no expresan lo que realmente llevamos en el corazón.
¿Qué sentido tiene que un experto en derecho haga una pregunta sobre la ley? Es una manera de poner a prueba a Jesús. Como también nosotros lo hacemos cuando le pedimos algo a Dios solo para probar su bondad o su poder, quedando siempre desilusionados.
Sin embargo, esa pregunta revela algo sobre este hombre: es un hombre que habla de deberes y herencia. Utiliza términos jurídicos, pensando en encerrar la eternidad de la vida en la corrección de una conducta. Como si la felicidad fuera la consecuencia de esa corrección.
2EMPIEZA UN CAMBIO
Jesús no pierde mucho tiempo con aquellos que piensan en estos términos. Casi parece que está de paso, cuando lo atrae otra pregunta de ese hombre; pregunta que finalmente revela lo que lleva en el corazón y crea las condiciones para empezar a mirar las cosas desde otro punto de vista: ¿quién es mi prójimo?
Aquí la referencia sigo siendo yo. Sigue siendo una persona que espera que el mundo gire a su alrededor en la ilusión de ser el centro del universo, como un niño que solo ve sus necesidades, que mide todo a partir de sí mismo.
Sin embargo, esta es la apertura que permite a Jesús entrar en su vida y ayudarlo a cambiar su mirada. Jesús le cuenta una historia en la que puede revisarse a sí mismo, pero sobre todo una historia al final de la cual su pregunta encontrará una nueva formulación: ¿quién fue el prójimo?
Esta es la cuestión del adulto que no espera que alguien se fije en él, sino que toma la iniciativa, da el primer paso, se da cuenta de la necesidad del otro y lo cuida. Esta es la pregunta que conduce a la felicidad.
3VIVE LA COMPASIÓN
Esta historia habla de un viaje, que es de alguna manera una imagen de la vida. Ese viaje en el que nos cruzamos con la vida de los demás, pero también sucede que nos lastiman, porque este viaje habla de nuestra vulnerabilidad, de esa debilidad que nos une a todos, porque tarde o temprano todos experimentamos el ser heridos.
De hecho, hay un hombre que baja de Jerusalén a Jericó. Es simplemente un hombre, no se dice nada de él. Cada uno de nosotros podría ser ese hombre. No habla, no dice nada, no sabemos de dónde es, a qué pueblo pertenece. Es un hombre herido y esto debería ser suficiente, sin otras razones, para inducirnos a detenernos.
Un sacerdote y un levita van por el mismo camino. Esta dirección del viaje es quizás una alusión al hecho de que recientemente terminaron su turno en el Templo de Jerusalén y están regresando a casa. Ven, pero no se detienen, porque la adoración no implica automáticamente compasión. Puedes pasar mucho tiempo en la casa de Dios y no abrir los ojos a las heridas de los demás.
Un samaritano también pasa por ese mismo camino y se detiene, porque tener compasión ante las heridas de otro es una cuestión de humanidad, no de culto o religión. Se detiene frente a un hombre anónimo.
La compasión se compone entonces de gestos concretos, no se queda en una mirada, un sentimiento, una idea romántica. Este samaritano realiza acciones: se acerca, venda sus heridas, vierte aceite y vino; carga el peso transportándolo a un hotel, lo cuida. Cuidar las heridas del otro no requiere gestos extraordinarios; sino la honestidad de reconocer lo que hoy se necesita.
Cambiar la mirada
Si el doctor de la ley que está en cada uno de nosotros quiere encontrar la vida plena, entonces debe cambiar de mirada, debe aprender del samaritano, que tomó la iniciativa, dejándose mover por la compasión.
¿Cuándo podremos también nosotros salir de nosotros mismos y retirarnos de nuestras necesidades? Tal vez solo cuando nos demos cuenta de que un día también nosotros nos encontraremos medio muertos en el camino.
No se llega a ser samaritano sin la conciencia de ser personas vulnerables, heridas, a las que se ha devuelto la vida tantas veces.
Luisa Restrepo, Aleteia
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- S. Bernardo de Claraval
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