Mauricio Artiedo, catholic-link
No niego que sea lindo pensar en los santos como seres inmaculados cuyas vidas fueron un derroche de oración, gracia y santa ternura. Y ante tanta lindura normalmente no tendría ningún problema en omitir cualquier comentario que pudiese desestimar esta belleza (especialmente cuando hablo con niños pequeños). Pero creo que es un modo de aproximarse a los santos cuya belleza no solo es aparente, sino que puede llegar a ser peligrosa para la vida cristiana. Y es que los santos, como sabemos, no son piezas de museo ni figuritas coleccionables, más bien son poderosos intercesores y auténticos modelos de vida.
Si los santos fueron estas brillantes y distantes figuras de porcelana cuyas vidas nunca se mancharon con ningún pecado, ¿qué relación pueden tener conmigo?, un ser de carne y hueso que pierde y gana batallas y muchas veces debe levantar el rostro después de haberlo tenido hundido en el fango… ¿Cómo podemos confiar en la intercesión o podemos tener por modelos de vida a quienes solo saben de éxtasis místicos, actos heroicos y entrañables gestos de misericordia...
—¡Pero los santos no fueron así! — podría decirme alguien y yo estaría totalmente de acuerdo; sin embargo, ¿cuánto sabemos de sus pecados? ¿Cuántas novelas hemos leído cuyos autores esconden los rasgos más difíciles del carácter del santo y endulzan hasta volver inofensivos sus momentos de duda y hasta de rebeldía ante Dios? Créeme, ¡son muchas! Por esta razón he decidido escribir un artículo para repasar los pecados de los santos. No te asustes. Mi intención no es negar la santidad de nadie, todo lo contrario, quiero explicarte cómo la santidad brilla con más fuerza y se expresa en toda su auténtica belleza cuando nace, por la Gracia de Dios, en el corazón herido de un hombre verdadero. Creo que solo así podremos redescubrir la importancia radical de la amistad con los santos en nuestro camino hacia el cielo.
Para hacer esto utilizaré la Biblia (porque el Espíritu Santo es el único autor de vidas de santos que no endulza a sus personajes) y un estilo de narrativa teatralizado y un poco irónico para amenizar la lectura; así que nadie se escandalice, por favor.
Hay 5 santos en la Biblia que no serían santos si yo fuera Dios. ¡No, Señor! Si me hubiesen hecho lo que le hicieron a nuestro Padre celestial de un solo sopapo hubieran terminado con uno que otro diente roto y de patitas en la calle… del purgatorio. Si yo fuese Dios hubiese sido tajante, claro desde el inicio: “Si quieres estar conmigo te conviertes y de ahí en adelante nada de tonterías, ¿ok?” Pero nada. La justicia de Dios no es la mía. Sin embargo — ¡ay mamá! — si fuese la mía, el primero en salir de mi lista de santos sería el fresco de…
1. Moisés
Imagínense. Dios lo elige, lo anima, le encarga la gran misión de liberar a su pueblo y para ello derrama sobre él una ingente cantidad de gracia. Los milagros son portentosos: Dios convierte el río Nilo en sangre y abre el mar rojo ante sus ojos. Moises fue amigo del Señor. Así es, Dios habló con él como nunca había hablado con ninguno desde Adán y hasta le reveló su nombre: «yo soy el que soy» (Ex 3, 14). ¡¿Eso hacen los amigos o no?!
¿Y qué le pidió a cambio? Solo le pidió confianza. Y Moisés confió, no puedo negarlo. Pero los lamentos del pueblo en el desierto le agotaban el corazón y horadaban su confianza como la gota que roe la piedra. Pienso en aquella noche en la que Moisés increpó a Dios: «¿Por qué tratas mal a tu siervo? (…) ¿Acaso he sido yo el que ha concebido a todo este pueblo y lo ha dado a luz, para que me digas: “llévalo en tu regazo?” (…) Si vas a tratarme así, mátame, por favor» (Num. 11,11). Aquí se pasó: ¿tratarlo mal, matarlo?, entiendo que no le haya gustado la figura femenina del regazo pero ofenderse así después de todo lo que Dios había hecho por él, ¿no es exagerado? Ahí ya me hubiera empezado a molestar este Moisés pero eso no es todo.
Imagínense. Dios lo perdona y lo consuela: «¿Es acaso corta la mano de Yahvé? — le dijo — Ahora vas a ver si vale mi palabra o no» (Num. 11,23) y ¡cataplún!, el Señor hizo llover codornices hasta dejar a todo el pueblo satisfecho. También hizo llover maná y otras cosas ricas pero no me quiero detener aquí. Lo más lindo fue la alianza que Dios selló con su pueblo a través de Moisés. Un enorme signo de su amor que prepararía la alianza definitiva y que nuestro profeta acogió — démosle un poco de crédito — con un corazón agradecido y humilde. Pero el pueblo cobarde ya no aguantaba más, se había acostumbrado a convivir con las maravillas de Dios y sus reclamos y lloriqueos rompían ahora como olas contra la roca frágil del corazón de Moisés… y nuestro “santo” terminó por ceder ante tanta presión. Moisés dudó de Dios.
Y Dios, como era obvio, aquí sí se molestó de verdad y le dijo: «Por no haber confiado en mí y reconocido mi santidad ante los israelitas, os aseguro que no entrareis en la patria prometida». Claro que Dios después lo perdonó y bla bla bla, pero en mi historia hipotética, conmigo como protagonista, cae un rayo y el bueno de Moisés se va con su desconfianza y sus cobardías a otro lado ¡Habrase visto! No reconocer la santidad de Yahvé delante de esa chusma malagradecida. Hasta el mismísimo Dios una vez dio la cara por Moisés cuando el pueblo dudó de la legitimidad de su llamado: «Él es de toda confianza en mi casa — le dijo al pueblo — boca a boca hablo con él, abiertamente y no en enigmas, y contempla la imagen de Yahvé». Eso hace un amigo de verdad… ¡Dar la cara por el otro!… Moisés se cansó de hacerlo y yo, si fuese Dios, me hubiese cansado de él.
2. El Rey David
¡Qué gran hombre fue David! Dios lo eligió entre 11 hermanos más robustos y capaces que él por su buen corazón. Lo consagró para hacer grandes cosas. Y la primera de ellas sí que fue grande, ¡enorme! diría yo: venció un duelo imposible contra el mayor guerrero del pueblo filisteo, el terrible Goliat… y lo derribó con una piedra bien puesta en el entrecejo, ¡sí, señor! David confiaba mucho en Dios y nuestro Señor bendecía cada uno de sus pasos.
David era «valeroso, buen guerrero, de palabra amena y de presencia agradable» (1 Sam, 16, 18). No me extraña que con ese curriculum haya despertado los celos del rey Saúl. Pero descuida porque Dios, que nunca abandona a sus elegidos, lo protegió de la persecución de Saúl y tras una prolongada guerra civil lo colocó en el trono del rey de Israel y de Judá. La gratitud hacia Dios desbordaba en el corazón del nuevo rey. De pastorcito de ovejas pasó a ser el rey de Israel, ¡qué historia! Todo fue un magnífico hasta que…
¡Dios mío! ¿Por qué lo hiciste David? Tu corazón estaba forjado en la batalla. Eras un hombre cabal, recio, señor de sí mismo; y no solo eso, eras apuesto y poderoso, podías conquistar a la mujer que quisieras ¡¿Por qué elegiste a Betsabé, la mujer de Urías?! Y no solo cometiste adulterio con ella sino que usaste el poder que Dios te había confiado para consumar un pecado mayor: «Poned a Urías — dijiste a tu comandante — en el puesto más duro de la lucha, y cuando arrecie el combate, dejadle solo, para que caiga muerto» (2 Sam 11, 15). ¡Fuiste un canalla! Allanaste el camino para casarte con Betsabé ensangrentando tus manos y sacrificando tu amistad con Dios…
¡Oh, sí! Te arrepentiste. Pero Dios tuvo que enviarte al profeta Natán para despertar tu conciencia adormecida. Y ahí el corazón se te deshizo en lágrimas al ver con claridad tu pecado. Es cierto, no pusiste más excusas, ayunaste y pasaste noches enteras acostado en tierra, rogaste el perdón de Dios y hasta escribiste un salmo desgarrador:«Crea en mí, oh Dios, un corazón puro — orabas entre sollozos — renueva en mi interior un espíritu firme; no me rechaces lejos de tu rostro, no retires de mí tu santo espíritu» (Sal 50).
Pues agradece que yo no soy Dios porque no hubieras vuelto a ver ni mi espíritu ni mi rostro. Después de todo lo que hizo Dios por ti, ¿crees que tu pecado se paga con salmos, ayunos y lloriqueos? Algo vio Dios en tu corazón que yo no puedo ver porque si por mí fuera hubieses ido a parar a un cuadrilátero de boxeo con Urías, Saúl y Goliat juntos. Cuánta razón tenías cuando dijiste eso de «es mejor caer en las manos misericordiosas de Dios que no en las manos de los hombres» (2 Sam 24, 14). Seguramente ya intuías que tú tampoco formas parte de mi lista de santos.
3. El profeta Elías
Es un profeta enigmático. Todo en él es fuerte, empezando por su nombre: Eli Yahu, que significa “Yahvé es mi Dios”. Elías aparece en la historia de Israel para denunciar los abusos y las injusticias vengan de quien vengan, del populacho o de los mismísimos reyes. ¡Y se necesitaban agallas! Porque Elías surgió en uno de los tiempos más duros de la historia de Israel: cuando sus doce tribus, desperdigadas por la tierra prometida, olvidaron a Yahvé y llenaron sus altares de ídolos. Dicho esto creo que todavía no queda clara la envergadura del hombre del que estamos hablando. Veamos si lo hago mejor en el próximo párrafo.
Para demostrar que Yahvé es el único Dios, Elías citó a medio millar de sacerdotes de Baal (divinidad o idolillo de la época) en el monte Carmelo y les propuso lo siguiente: «Elegid un novillo, despedazadlo, ponedlo sobre la leña. Yo haré lo mismo. Invocad el nombre de vuestro dios. Yo rogaré a Yahvé. El que responda con fuego, ése es Dios» (Cfr. 1 Re 18, 20–40). Los sacerdotes aceptaron el reto e invocaron a su dios, pero no ocurrió nada. Elías hizo lo mismo y Yahvé no solo rostizó al becerrito sino que abrasó con su fuego la leña, las piedras y la tierra alrededor de las cuales se encontraba el animalito. Todos quedaron mudos. El pueblo estaba atemorizado. Pero poco a poco fueron elevándose las voces hasta alcanzar la algazara: «¡Yahvé es Dios, Yahvé es Dios!». El pueblo había vuelto al culto de Yahvé.
¿Ya entiendes mejor de quién estamos hablando? ¿Te imaginas la confianza que Elías tenía en Yahvé, su cercanía a Dios? Si esto no te sorprende te cuento que la Biblia no narra su muerte, nos dice que fue envuelto en llamas y desapareció sin dejar rastro… ¿quieres más? Pues Elías es, junto a Moisés, quien se aparece a Jesucristo el día de la transfiguración. ¡Imagínate! Tal vez no haya personaje en la Biblia cuya santidad esté más confirmada que la de este hombre… y sin embargo…
¿Te gustó lo que ocurrió durante el desafío con los sacerdotes de Baal? A mí también, pero a la reina Jezabel no le gustó para nada y decidió deshacerse de nuestro profeta. ¿Qué se te ocurre que hizo Elías? ¿La esperó y la recibió con una sonrisa confiada? ¿La fue a buscar para enfrentarla? ¡No, papá! Nuestro temible profeta, el mismísimo que desafió a 500 sacerdotes en el monte Carmelo, nos dice la Biblia: «tuvo miedo, se levantó y se fue a poner su vida a salvo» (1 Re 19, 3) ¡¿Qué?! Sí. Algo así como ocurrió con San Mateo que cuando miró al Señor Jesús «Dejándolo todo, se levantó y lo siguió» (Lc 5, 38), pero al revés.
El profeta, apesadumbrado y lleno de vergüenza, caminó errabundo por el desierto hasta que se recostó agotado sobre una retama e imploró: «¡Ya es demasiado Yahvé! ¡Toma mi vida, pues no soy mejor que mis padres!». Esta es la parte donde Dios se conmueve pero yo me irrito; donde Él renueva la fuerza de sus elegidos y yo les sacaría en cara toda su mezquindad; donde Él confirma la misión de sus santos y yo los mandaría de regreso a su casa con un cartel bien grande que dijese: “perdedor”. Me pregunto: si a pedido suyo Dios era capaz de enviar fuego del cielo, ¿por qué Elías dudó de su poder y de su amor ante la persecución de Jezabel? El corazón de un verdadero santo no puede tener este tipo de grietas. Elías tampoco clasifica para mí.
4. Jonás
Cuento corto: Nínive era una ciudad pagana, capital de Asiria (muy cercana a la actual Mosul, al norte de Iraq), que se había alejado de Dios. Los excesos, el robo, la rapiña y la idolatría se habían vuelto pan de cada día, así que Dios elige a un hombre para enmendarles la plana. Nada nuevo bajo el sol.
Lo que sí es novedoso es que Dios elige a un tipo insoportable y engreído llamado Jonás, que para colmo de males no tenía la más mínima voluntad de cumplir el divino encargo. A pesar de todo, Jonás se embarca y se pone en marcha, ¡pero en sentido contrario: a Tarsis! Es decir, se aleja de Nínive lo más que puede pensando que de esta manera Dios lo dejaría en paz. Pero nuestro Señor, que no abandona a sus elegidos por más papanatas que sean, se las ingenia para que unos marineros lancen a Jonás por la borda y un pez enorme lo lleve derechito hasta Nínive. Hago un paréntesis para decir que yo lo hubiera lanzado por la borda y nada más. Pero sigamos…
Una vez en Nínive Jonás se rinde ante la voluntad de Dios y decide proclamar el mensaje de conversión. La gente se conmueve, hace penitencia y vuelve a la fe verdadera. ¡Qué gran logro! ¡Felicitaciones, Jonás! ¿¡Pero, qué!? ¿¡No estás contento!? No, Señor. Jonás no estaba contento. «Fue por eso por lo que me apresuré a huir a Tarsis — le responde Jonás a Dios — Bien sabía yo que tú eres un Dios clemente y misericordioso, tardo a la cólera y rico en el amor. Así que, Yahvé, quítame la vida pues prefiero morirme a estar vivo» (Jon 4, 2-3) O sea que Jonás no huyó por el esfuerzo ni por el cansancio de la empresa. ¡Huyo porque no quería la conversión de los ninivitas!
¡Ay, Señor! Qué paciente fuiste con Jonás. Lo seguiste hasta la choza donde lo llevó su malhumor y ahí no dejaste de tocar a la puerta de su corazón hasta que abriera y comprendiera la razón por la cual tú te apiadas de los pecadores y sufres con sus transgresiones. Es verdad, Señor, Isaías tenía razón: «los caminos de Dios no son nuestros caminos» (Cfr. Is 55, 8), porque yo lo hubiera molido a palos hasta que aprendiera de memoria todos los salmos penitenciales. Jonás, para mí, no es santo ni por asomo.
5. Jeremías
Aquí Dios escogió mejor. Jeremías era un joven distinguido de diecinueve años y perteneciente a una familia sacerdotal. Cuando Yahvé lo llamó pensó que era muy joven y tuvo miedo porque su falta de experiencia podrían ser un problema pero Dios lo reconfortó: «Irás donde te envíe y dirás lo que te indique. No tengas miedo. Pondré palabras en tu boca y fuerza en tu voluntad para que arranques, destruyas y después, levantes y edifiques. Ponte en pie. No temas. Haré de ti una plaza fuerte, columna de hierro y muralla de bronce, frente a toda la tierra». Este hermoso augurio llenó de confianza el corazón de nuestro joven profeta y así empieza su historia de servicio y amistad con Dios.
Pero Jeremías se encontró con pueblos y reyes bastante menos acogedores que los ninivitas. Su predicación cayó en oídos sordos y hasta ocurrió que el Rey Joaquim llegó al límite de quemar el libro donde Jeremías había escrito el mensaje que Yahvé le había inspirado. Nuestro profeta empezó a dudar de esto tan bonito de ser columna de hierro y muralla de bronce, y se sintió frágil y abandonado. «Puede alguno destrozar el hierro y el bronce — encaró Jeremías a Dios —¿Por qué ha resultado mi penar perpetuo, y mi herida irremediable, rebelde a la medicina? ¡Ay! ¿serás tú para mí como un espejismo, aguas no verdaderas?» (Jer 15, 12, 18). Y los reproches fueron en aumento hasta desbocarse en «¡Maldito el día en que nací! (…) ¿Por qué no se me mató en el seno de mi madre, y hubiera sido ella mi sepulcro?» (Jer 20, 14–17)
Llegados a estas alturas supongo que pueden prever cómo actúa Dios con este tipo de malcriadeces. Sí, perdonando y reanimando. Jeremías eventualmente volverá a la batalla y proclamará la palabra de Dios hasta morir apedreado por su pueblo (según una tradición de San Jerónimo). Por mi parte entiendo el dolor del profeta pero llegar al punto de llamar a Dios «espejismo» y «aguas no verdaderas» me parece demasiado. Maldecir el día del propio nacimiento, también. Aunque reconozco que guardo respeto por Jeremías, yo hubiera preferido un profeta sin quebrantos. Como decimos en mi país: «machito no más». Por eso, aunque sé que algunos me criticarán, este señor completa mi lista de 5 santos que sacaría del cielo.
Me he divertido mucho escribiendo este elenco pero es momento de terminar con el tono teatral y divertido para hablar seriamente de la santidad.
Creo que la historia de estos 5 profetas — que yo considero grandes santos, por supuesto — hay tres elementos muy hermosos que nos pueden ayudar a comprender qué es la santidad.
1. Los santos son seres humanos
Espero que esto no te decepcione, pero San Juan Pablo II, San Maximiliano Kolbe, el Padre Pío y compañía, han tenido momentos tan humanos como los de nuestros profetas. Fueron frágiles, lloraron, pidieron perdón, ofendieron y lucharon como cualquiera de nosotros. Su intercesión es poderosa y son un gran modelo para nosotros porque ellos saben muy bien qué significa ser hombres, pecadores, acechados por la tentación y el demonio. También conocen la belleza de las batallas ganadas, han percibido el rocío de la gracia derramarse sobre sus vidas y supieron poner de su propia cosecha para cooperar con el auxilio constante de Dios. Se han maravillado de Dios una y mil veces precisamente porque son hombres, porque han visto que el amor del Señor excede siempre nuestras expectativas y hace con nosotros cosas que jamás hubiésemos esperado. Si idealizamos a los santos, los deshumanizamos, y si los deshumanizamos, les robamos la belleza de la santidad.
2. La santidad es iniciativa de Dios
Me encantan las historias que hemos repasado porque queda clarísimo cómo Dios es el primer motor de la santidad. Moisés, Jonás, Jeremías, David y Elías llegan a un momento de sus vidas donde no pueden más, donde necesitan ponerse en las manos de Dios para poder seguir adelante con la misión que el Señor confío a cada uno. En la historia de la humanidad ha pasado lo mismo con cada santo. Todos cooperaron con Dios pero nadie se hizo santo a sí mismo. El amor que Dios nos invita a vivir es posible, claro que sí, pero solo si sabemos acoger su gracia y reconocer que es Él quien tiene la iniciativa. Quienes queremos ser santos — que deberíamos ser todos los cristianos — debemos estar siempre muy atentos a no olvidar que en nuestro ascenso al cielo, es Dios quien puso la escalera en primer lugar. Nosotros ponemos las ganas de subir, y a veces, hasta en eso recibimos un empujón de Dios; como le pasó a nuestros profetas.
3. La santidad empieza cuando…
No sé si se dieron cuenta que en nuestras cinco historias, en algún momento, nuestros profetas quisieron morirse.Este detalle, que podría ser interpretado como un dramatismo exagerado en realidad es una pista muy significativa que tomaré simbólicamente para explicar un elemento clave de una vida cristiana que empieza a acercarse a la santidad. Lo tomaré simbólicamente porque obviamente no creo que los santos hayan querido morirse en algún momento de sus vidas. De eso no se trata. Pero sí se trata de un momento de quiebre en el que el hombre reconoce la pobreza de sus propia condición, la inutilidad de sus esfuerzos, la volubilidad de sus promesas, etc., y siente que por sus propios medios no es capaz de alcanzar el amor al que Jesús, desde la cruz, lo ha llamado. Es este el momento de crisis el terreno fértil donde Dios siembra la semilla de la santidad. Es en esta simbólica muerte a nosotros mismos donde somos — ¡al fin! — capaces de empezar la verdadera ascensión hacia el cielo.
Si de algo estoy seguro en mi aún breve experiencia de vida cristiana es que Dios busca este momento en nuestras vidas. A cada uno le llega de maneras distintas. Algunos bienaventurados lo alcanzan con mucha connaturalidad y otros sufren muchísimo. No sé cual sea tu camino hacia este momento pero estoy convencido de que cada santo, como nuestros profetas, llegaron a ese día donde entendieron que para amar como Cristo hay que amar con el corazón de Cristo. Y que esto no es un símbolo bonito, ¡No! De verdad es Cristo mismo quien debe darnos su corazón, es a Él a quien debemos pedirle una nueva vida, y nosotros tenemos que aceptar la aventura preciosa y misteriosa de que Él ame en nosotros a pesar de nuestra miseria.
Creo que a eso se parece a la santidad. Disculpen si me extendí demasiado.