Si se quiere humanizar la sociedad no se puede eludir la actividad política
El desinterés y descrédito que sufre hoy la actividad política tiene sus razones, así como también la apatía y el desgaste de tantas personas ante el compromiso político. Se funden en un proceso que viene de la mano de la crisis de las instituciones modernas y las transformaciones que experimenta la sociedad contemporánea. Pero no siempre fue así.
En la antigua Grecia, en la Atenas del siglo IV a.C. el ejercicio de la política era la actividad humana por excelencia, por ofrecer la vida para el bien común, era una de las actividades más nobles y elevadas. Salvando las distancias, algunos de sus elementos originales pueden iluminarnos la comprensión de aspectos esenciales a la acción política en un sistema democrático.
La política es el espacio de lo público, que se constituye en un espacio de todos, que interesa a todos, que afecta a todos y al que todos se someten. En la plaza pública se habla de lo que concierne a todos y se apela a la razón de todos. Este espacio es participable por todos y transparente a todos. En este espacio hay normas, leyes, reglas de juego que hay que respetar para el buen funcionamiento de la vida en común. El espacio público a su vez es acotado, distinto del territorio privado. Lo “público” y lo “privado” no deben enfrentarse, aunque en cada época y cultura varíen sus límites. Un peligro constante en la vida política es la oposición entre ambos ámbitos.
En la tradición democrática occidental un elemento central es la igualdad de cada ciudadano, donde cada uno tiene los mismos derechos. Todos pueden hablar, proponer, contradecir, en igualdad de condiciones con todos y cada uno de los demás ciudadanos. A su vez, las personas designadas por todos para funciones públicas son responsables ante todos y deben dar cuentas de su gestión.
Dos rasgos significativos de la democracia griega era su carácter colegiado y su carácter gratuito. Las funciones públicas se ejercían en equipo, de modo que había un equilibro entre los que detentaban el poder. Y quien renunciaba al beneficio particular para ocuparse de lo político, lo hacía gratuitamente o en algunas ocasiones con una especie de “salario mínimo”, evitando así la búsqueda del beneficio propio. El problema era que solo los ricos podían dedicarse a la política, pero era interesante la concepción de actividad honoraria, voluntaria por el bien común, que conlleva la renuncia a los intereses particulares.
Aunque en su brevedad el modelo griego fue muy criticado y tenía varias limitaciones, sus valores fundamentales atraviesan la historia de la política occidental.
Hegel entendía que al filósofo le compete la noble tarea “de poner la propia época en conceptos” y por ello reflexionar sobre política no es algo superficial para quien quiera comprender mejor el mundo en el que vive. La idea que tengamos de la política estará siempre relacionada a las concepciones que tenemos del ser humano y de la sociedad.
Si percibimos la sociedad como un espacio naturalmente conflictivo y tenso (Heráclito, Maquiavelo, Hobbes, Marx, Schmitt, Weber) o como un orden que hay que descubrir y realizar (Platón, Aristóteles, Santo Tomás, Rousseau, Kant), marcará una comprensión distinta de lo que entendemos por política y por ello existen grandes diferencias a la hora de pensar soluciones para los problemas de cada tiempo. A cada concepción política le corresponde una idea de ser humano y por ello esta división un tanto reductiva nos muestra que, aunque apelemos al bien común como fin de la política, no todos lo entienden del mismo modo.
Política: ¿cuestión de expertos o de todos?
Aristóteles sostuvo que la política no puede ser una ciencia rigurosa sometida a leyes lógicas, por eso no puede ser ciencia estricta, sino que tiene que contentarse con una aproximación racional que cae bajo el ámbito de la prudente comprensión de las situaciones cambiantes. Es un saber práctico-moral, un conocimiento reflexivo y un discernimiento prudencial y permanente de cada situación. Sin embargo, en la Modernidad muchos de los saberes comienzan a imitar el camino de las ciencias fácticas, construyendo así una ciencia de lo político.
Jürgen Habermas entiende que el giro que dan Maquiavelo y Hobbes de presentar a la política como ciencia rigurosa conduce a una funcionalización de esta, perdiendo así su dimensión moral, práctica, del quehacer político, caminando así hacia una “expertocracia” en detrimento del ciudadano de a pie, carente de conocimientos “políticos”. Paul Ricoeur entiende que la verdadera política conjuga la racionalidad científico-técnica y de las leyes económicas y sociales, con lo razonable que procede del mundo de la experiencia humana en comunidad, de los deseos, valores y afectos de las personas.
¿Ciencia y técnica política o saber práctico y moral? Ambos extremos tienen sus dificultades. Hacer de la política una mera cuestión científico-técnica corre el riesgo de disolver el saber práctico-moral en habilidades estratégicas y técnicas, bajo el manto legitimador de las ciencias sociales, con sus metodologías de análisis sobre prácticas y procesos políticos concretos. Pero también nos hicimos conscientes de la dimensión estructural de la sociedad y de los grandes fenómenos sociales. Quien quiere velar por el bien común debe comprender el carácter estructural de lo social y su complejidad, ayudado por las ciencias sociales y sus posibilidades de investigación y comprensión. Porque para cambiar estructuras se necesitan conocimientos técnicos.
En el otro extremo estarían quienes creen de modo un tanto ingenuo e idealista que solamente con buenos deseos y valores éticos pueden hacer frente a los complejos mecanismos económicos y sociales.
Es necesaria una complementariedad entre el saber técnico y analítico con el saber práctico-moral. Ninguno puede suplantar al otro. La acción política debe contrastarse con las perspectivas de los expertos, con los intereses morales de la mayoría y con la propia reflexión racional (Habermas).
La actividad política es capital para la construcción de una sociedad y un hombre verdaderamente humanos. Responde a la dimensión social del ser humano y a su carácter abierto, en construcción de su mundo, porque la realización humana y la responsabilidad están profundamente implicadas en la política.
Si se quiere humanizar la sociedad no se puede eludir la actividad política. Si bien es un quehacer complejo que exige conocimientos técnicos, que apela a la responsabilidad moral y que exige la información necesaria para un prudente discernimiento en la toma de decisiones, es una actividad profundamente humana y de una gran responsabilidad.
Santo Tomás Moro: modelo de vocación política.
En sus comienzos Tomás Moro (1478-1535) tenía muchas dudas si dedicarse o no a la política, porque tenía un gran prestigio como abogado y no quería servirse de la política, sino ser de los que sirven a la política. Su discernimiento se centraba en si su dedicación podría hacer mejor la cosa pública, porque sabía que de las decisiones que se toman en los altos niveles de la estructura política “fluye al pueblo entero caudal de todos los bienes y los males”. Pero le animaba especialmente la influencia que un buen ejemplo de vida puede hacer de bien y se convenció de que el único modo de lograr un cambio real, profundo y duradero en la sociedad era el buen ejemplo, la presencia activa en la política y el prestigio profesional. Entiende que el político debe enfrentarse a tres problemas: la pasión por el poder, la corrupción y la obsesión por su imagen. La pasión por el poder debe enfocarse hacia el servicio a los demás en lugar de servirse a sí mismo. La pasión debe ser por el bien de todos. Por otra parte, el corrupto se sirve a sí mismo y abusa de su poder, cuando debe servir a los demás. La obsesión por el cuidado de la imagen también es un grave peligro porque lo esclaviza y le quita libertad para tomar decisiones incómodas.
Miguel Pastorino, Aleteia
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