Homilía del Santo Padre en Tokio
Misa En Tokio, 25 Nov. 2019 © Vatican Media
Frente a la realidad actual, como cristianos, el Santo Padre indicó que “somos invitados a proteger toda vida y testimoniar con sabiduría y coraje un estilo marcado por la gratuidad y la compasión, la generosidad y la escucha simple, capaz de abrazar y recibir la vida como se presenta ‘con toda su fragilidad y pequeñez’ (…)”.
Hoy, jueves 25 de noviembre de 2019, en torno a las 16, hora local (8 h. en Roma), el Papa Francisco ha presidido la Misa ofrecida por el don de la vida humana en el estadio Tokyo Dome, Tokio (Japón).
En su homilía, Francisco se refirió al evangelio, en el que se relata parte del “Sermón de la montaña” de Jesús, una montaña que representa “el lugar donde Dios se manifiesta y se da a conocer”: “En Jesús encontramos la cima de lo que significa ser humanos y nos muestra el camino que nos conduce a la plenitud capaz de desbordar todos los cálculos conocidos; en Él encontramos una vida nueva donde experimentar la libertad de sabernos hijos amados”, explicó.
“No se inquieten por su vida”
No obstante, indicó el Papa, esa libertad puede ser asfixiada cuando nos encerramos en la ansiedad y la competitividad o al centrar nuestra atención y energías en la productividad y el consumismo: “¡Cuánto oprime y encadena al alma el afán de creer que todo puede ser producido, conquistado o controlado”, lamentó.
Por otro lado, el Pontífice resaltó cómo en su encuentro de hoy con los jóvenes, estos les habían transmitido que, a pesar del desarrollo económico de Japón, “no son pocas” las personas aisladas y marginadas de la sociedad, “incapaces de comprender el significado de la vida y de su propia existencia”.
Así, el Obispo de Roma propuso “como bálsamo reparador”, las palabras del Señor, que insiste tres veces “No se inquieten por su vida… por el día de mañana (cf. Mt 6,25.31.34)”. Una invitación que no implica desentenderse o llama a la irresponsabilidad, sino que constituye “una provocación a abrir nuestras prioridades a un horizonte más amplio de sentido y generar así espacio para mirar en su misma dirección: ‘Busquen primero el Reino de los cielos y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura’ (Mt 6,33)”.
“Un nosotros compartido”
Con esto, explicó el Santo Padre, el Señor no exige concebir las necesidades básicas como menos importantes, sino que incita “a reconsiderar nuestras opciones cotidianas para no quedar atrapados o aislados en la búsqueda del éxito a cualquier costo, incluso de la propia vida”.
De manera que, frente al “yo aislado”, propone el ser “un nosotros compartido, celebrado y comunicado”, sabiendo que es necesario “consentir jubilosamente que nuestra realidad sea dádiva, y aceptar aun nuestra libertad como gracia”. Se trata de concebir el mundo como algo ofrecido y “no como dueños o propietarios. sino como partícipes de un mismo sueño creador”.
Todos somos dignos de amor
Igualmente, se invita a ser una comunidad capaz de desarrollar una pedagogía que acoja “a todo lo que no es perfecto, a todo lo que no es puro o destilado, pero no por eso menos digno de amor”, pues, “¿Acaso alguien por ser discapacitado o frágil no es digno de amor?, ¿alguien, por ser extranjero, por haberse equivocado, por estar enfermo o en una prisión, no es digno de amor?”, subrayó el Papa.
Para él, el anuncio del Evangelio impulsa y exige como comunidad “que nos convirtamos en un hospital de campaña, preparado para curar las heridas y ofrecer siempre un camino de reconciliación y perdón”, ya que, para el cristiano, “la única medida posible con la cual juzgar cada persona y situación es la de la compasión del Padre por todos sus hijos”.
A continuación sigue la homilía completa del Papa Francisco
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Homilía del Santo Padre
El evangelio que hemos escuchado es parte del primer gran sermón de Jesús; lo conocemos como el “Sermón de la montaña” y nos describe la belleza del camino que estamos invitados a transitar. Según la Biblia, la montaña es el lugar donde Dios se manifiesta y se da a conocer: «Sube hacia mí», le dijo a Moisés (cf. Ex 24,1). Una montaña donde la cima no se alcanza con voluntarismo ni “carrerismo” sino tan sólo con la atenta, paciente y delicada escucha del Maestro en medio de las encrucijadas del camino. La cima se hace llanura para regalarnos una perspectiva siempre nueva de todo lo que nos rodea, centrada en la compasión del Padre. En Jesús encontramos la cima de lo que significa ser humanos y nos muestra el camino que nos conduce a la plenitud capaz de desbordar todos los cálculos conocidos; en Él encontramos una vida nueva donde experimentar la libertad de sabernos hijos amados.
Pero somos conscientes de que, en el camino, esa libertad de hijos puede verse asfixiada y debilitada cuando quedamos encerrados en el círculo vicioso de la ansiedad y la competitividad, o cuando concentramos toda nuestra atención y mejores energías en la búsqueda sofocante y frenética de productividad y consumismo como único criterio para medir y convalidar nuestras opciones o definir quiénes somos y cuánto valemos. Una medida que poco a poco nos vuelve impermeables o insensibles a lo importante impulsando el corazón a latir con lo superfluo o pasajero. ¡Cuánto oprime y encadena al alma el afán de creer que todo puede ser producido, todo conquistado y todo controlado!
Aquí en Japón, en una sociedad con la economía altamente desarrollada, me hacían notar los jóvenes esta mañana en el encuentro que tuve con ellos, que no son pocas las personas que están socialmente aisladas, que permanecen al margen, incapaces de comprender el significado de la vida y de su propia existencia. El hogar, la escuela y la comunidad, destinados a ser lugares donde cada uno apoya y ayuda a los demás, están siendo cada vez más deteriorados por la competición excesiva en la búsqueda de la ganancia y la eficiencia. Muchas personas se sienten confundidas e intranquilas, están abrumadas por demasiadas exigencias y preocupaciones que les quitan la paz y el equilibrio.
Como bálsamo reparador suenan las palabras del Señor a no inquietarnos, a confiar. Tres veces con insistencia nos dice: No se inquieten por su vida… por el día de mañana (cf. Mt 6,25.31.34). Esto no significa una invitación a desentendernos de lo que pasa a nuestro alrededor o volvernos irresponsables de nuestras ocupaciones y responsabilidades diarias; sino, por lo contrario, es una provocación a abrir nuestras prioridades a un horizonte más amplio de sentido y generar así espacio para mirar en su misma dirección: «Busquen primero el Reino de los cielos y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura» (Mt 6,33).
El Señor no nos dice que las necesidades básicas, como la comida y la ropa, no sean importantes; nos invita, más bien, a reconsiderar nuestras opciones cotidianas para no quedar atrapados o aislados en la búsqueda del éxito a cualquier costo, incluso de la propia vida. Las actitudes mundanas que buscan y persiguen sólo el propio rédito o beneficio en este mundo, y el egoísmo que pretende la felicidad individual, en realidad sólo nos hacen sutilmente infelices y esclavos, además de obstaculizar el desarrollo de una sociedad verdaderamente armoniosa y humana.
Lo contrario al yo aislado, encerrado y hasta sofocado sólo puede ser un nosotros compartido, celebrado y comunicado (cf. Audiencia general, 13 febrero 2019). Esta invitación del Señor nos recuerda que «necesitamos “consentir jubilosamente que nuestra realidad sea dádiva, y aceptar aun nuestra libertad como gracia. Esto es lo difícil hoy en un mundo que cree tener algo por sí mismo, fruto de su propia originalidad o de su libertad”» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 55). De ahí que, en la primera lectura, la Biblia nos recuerda cómo nuestro mundo, lleno de vida y belleza, es ante todo un regalo maravilloso del Creador que nos precede: «Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno» (Gn 1,31); belleza y bondad ofrecida para que también podamos compartirla y ofrecérsela a los demás, no como dueños o propietarios sino como partícipes de un mismo sueño creador. «El auténtico cuidado de nuestra propia vida y de nuestras relaciones con la naturaleza es inseparable de la fraternidad, la justicia y la fidelidad a los demás» (Carta enc. Laudato si’, 70).
Frente a esta realidad, como comunidad cristiana somos invitados a proteger toda vida y testimoniar con sabiduría y coraje un estilo marcado por la gratuidad y la compasión, la generosidad y la escucha simple, un estilo capaz de abrazar y recibir la vida como se presenta «con toda su fragilidad y pequeñez, y hasta muchas veces con toda sus contradicciones e insignificancias» (Jornada Mundial de la Juventud, Panamá, Vigilia, 26 enero 2019). Se nos invita a ser una comunidad que pueda desarrollar esa pedagogía capaz de darle la «bienvenida a todo lo que no es perfecto, puro o destilado, pero no por eso menos digno de amor. ¿Acaso alguien por ser discapacitado o frágil no es digno de amor?, ¿alguien, por ser extranjero, por haberse equivocado, por estar enfermo o en una prisión, no es digno de amor? Así lo hizo Jesús: abrazó al leproso, al ciego, al paralítico, abrazó al fariseo y al pecador. Abrazó al ladrón en la cruz e inclusive abrazó y perdonó a quienes lo estaban crucificando» (ibíd.).
El anuncio del Evangelio de la Vida nos impulsa y exige, como comunidad, que nos convirtamos en un hospital de campaña, preparado para curar las heridas y ofrecer siempre un camino de reconciliación y de perdón. Porque para el cristiano la única medida posible con la cual juzgar cada persona y situación es la de la compasión del Padre por todos sus hijos.
Unidos al Señor, cooperando y dialogando siempre con todos los hombres y mujeres de buena voluntad, y también con los de convicciones religiosas diferentes, podemos transformarnos en levadura profética de una sociedad que proteja y se haga cargo cada vez más de toda vida.
© Librería Editorial Vaticana
Larissa I. López, Zenit
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