Alberto es un portugués de 52 años y actualmente cooperador del Opus Dei. Pero buena parte de su vida la pasó al margen de la fe y de la Iglesia. A los 12 años dejó de ir a misa y abandonó los sacramentos hasta que décadas después un compañero le volvió a hablar de Dios. Inquieto por lo que le decía acabó en un retiro espiritual y así pudo confesar tras casi 20 años produciendo en su interior una sensación que nunca olvidará.
Este portugués de 52 años natural de Gaia proviene de una familia humilde. Su padre era pescador, y su madre vendía lo que conseguía pescar él.
“Nací en una familia católica, pero a los 12 años dejé de ir a misa. Sólo iba a los funerales. Recuerdo la visita del Papa Juan Pablo II a Oporto, las imágenes de su llegada en helicóptero a Serra do Pilar... Mi madre estaba feliz, pero a mi aquello me dejaba indiferente”, cuenta a la web del Opus Dei.
Deportista, amante de la informática y cinéfilo, especialmente de Star Wars, Alberto recuerda tener poco tiempo libre porque su padre siempre le pedía que le ayudara en su barco de pesca. Así, en sus vacaciones de verano, Navidad y Semana Santa se dedicaba a ayudar a su familia.
“Siempre he tenido una estrecha relación con el mar. Si suspendía los exámenes, sabía que iría a trabajar en el barco. Pescábamos en el río y en el mar, siempre en la desembocadura del río Duero o en la costa de Oporto. Crecí como un niño entre gente acostumbrada al mar, pasando noches esperando una buena pesca. Un día, un barco se hundió junto a nosotros. Nunca lo he olvidado: murieron tres personas y pensé: “¿Por qué ellos y no yo?”. El tema de la muerte nunca lo consideré. Era un tema que no me preocupaba. Vivía en el presente. Vivía el momento. No pensaba en el futuro. Me sentía el centro de todo, no necesitaba a Dios”, explica Alberto.
Alberto, en el centro de la imagen, junto a su mujer y unos amigos
Él mismo reconoce que “tenía poca doctrina católica y mi alejamiento de la fe me llevaba a tener sentimientos hacia los demás que no siempre eran los correctos. Con el paso de los años, no me di cuenta de lo mucho que me había alejado de Él. Cuando algo salía mal, la explicación más fácil era atribuirlo al ‘destino’”.
Con 18 años conoció a Carla, su futura mujer, con la que acabaría casándose a los 25 años con ella en la iglesia de Cedofeita. “Pronto decidí empezar a trabajar en la secretaría de una universidad de Oporto y, más tarde, en el hospital de Santo António, con la idea de continuar mis estudios más adelante. Pero en 1991, me llamaron para trabajar en un banco”, añade.
Fue entonces cuando Dios entró en su vida a través de Fernando, un compañero de trabajo. De este modo, afirma que durante la comida o el café, hablábamos de todo. Un día me invitó a ver unos vídeos de un santo: aquel fue mi primer contacto con San Josemaría. Disfruté de la experiencia y de conocer a otras personas que tenían buena formación cristiana. En 1998, hice mi primer curso de retiro espiritual. Leí el libro La fe explicada, de Leo J. Trese. Esa lectura y el silencio me permitieron volver a escuchar la voz de Dios”.
Aquel retiro le cambió la vida aunque no todo fue sencillo: “Había un sacerdote disponible para confesar, pero me daba vergüenza decirle que no sabía confesarme. Hablé con él, pero no me confesé. Sólo le hice algunas preguntas sobre el libro que estaba leyendo. Durante ese retiro, alguien me regaló un rosario de madera, y aproveché para pedirle al sacerdote que lo bendijera. Todavía lo llevo conmigo hasta el día de hoy. En ese retiro aprendí a rezar el Padre Nuestro y el Ave María, oraciones que había olvidado. Al finalizar esos días de oración, me quedé el último en la capilla, cerca del altar. Quería agradecerle a Dios esos días”.
Tenía ganas de ver a su familia tras el retiro, pero también se sentía muy bien en aquel lugar. “Se estaba muy bien junto a Dios”, reconoce. Y con una “enorme sonrisa y una alegría que no podría explicar” entró por la puerta de su casa. Nada volvió a ser como antes.
“Recuerdo un pequeño libro, que aún conservo, en el que se explicaba el rito de la confesión. Yo pensaba: ‘Algún día tendrá que ser...’. Mi amigo, Fernando, me animaba a fiarme de Dios. Así que un día tomé la decisión de confesarme. No lo había hecho en los últimos 18 años. Estaba nervioso e incluso avergonzado, aunque ya conocía al sacerdote y tenía confianza con él. Me pude preparar bien en el oratorio, con la ayuda de algunas preguntas para hacer examen de conciencia. Ese día fue inolvidable. Ante mi asombro, el sacerdote me dijo que como penitencia podía rezar un Padrenuestro y dos Avemarías. Yo pregunté: ‘¿Y nada más?’”, cuenta emocionado.
Así fue como Alberto volvió a participar nuevamente en la Eucaristía, momento en el cual confiesa que “nunca me he sentido tan feliz”.
Pero además una vez que conoció a Dios de esta manera vio que no podía guardárselo para sí mismo. “Recuerdo que un compañero de trabajo, con el que ni siquiera congeniaba mucho, me dijo que su padre estaba enfermo. Le dije que iba a rezar por él y me contestó: ‘¿Pero rezar sirve para algo?’. Le contesté: ‘Para Dios no hay imposibles’. Dos semanas después, su padre salió del hospital y él me llamó enseguida para darme las gracias. Otro amigo perdió a su mujer. Intenté animarle: ‘Si creemos en Dios, tenemos que ver la vida como un pasaje. Esto es un hasta luego’. Me miró y me dijo: ‘Quizá tengas razón’”.
En la actualidad, Alberto es cooperador del Opus Dei y asegura que nunca olvidará que en el oratorio del centro de la Obra donde me confesé, lloré mucho. “Yo había ‘dejado’ a Dios durante 18 años. Sin embargo, Él siempre ha estado ahí y ahora ya sé que me acompaña”, concluye.
ReL
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