Invitamos a los matrimonios y a personas interesadas en una familia feliz, a leer y asimilar pasajes de la Exhortación pontifical 'Amoris laetitia' del Papa Francisco.
Toda
la vida, todo en común
123. Después del amor que nos une a Dios, el amor conyugal
es la «máxima amistad»[122]. Es una unión que tiene todas las
características de una buena amistad: búsqueda del bien del otro, reciprocidad,
intimidad, ternura, estabilidad, y una semejanza entre los amigos que se va
construyendo con la vida compartida. Pero el matrimonio agrega a todo ello una
exclusividad indisoluble, que se expresa en el proyecto estable de compartir y
construir juntos toda la existencia. Seamos sinceros y reconozcamos las señales
de la realidad: quien está enamorado no se plantea que esa relación pueda ser
sólo por un tiempo; quien vive intensamente la alegría de casarse no está
pensando en algo pasajero; quienes acompañan la celebración de una unión llena
de amor, aunque frágil, esperan que pueda perdurar en el tiempo; los hijos no
sólo quieren que sus padres se amen, sino también que sean fieles y sigan
siempre juntos. Estos y otros signos muestran que en la naturaleza misma del
amor conyugal está la apertura a lo definitivo. La unión que cristaliza en la
promesa matrimonial para siempre, es más que una formalidad social o una
tradición, porque arraiga en las inclinaciones espontáneas de la persona
humana. Y, para los creyentes, es una alianza ante Dios que reclama fidelidad:
«El Señor es testigo entre tú y la esposa de tu juventud, a la que tú
traicionaste, siendo que era tu compañera, la mujer de tu alianza [...] No
traiciones a la esposa de tu juventud. Pues yo odio el repudio» (Ml 2,14.15-16).
124. Un amor débil o enfermo, incapaz de aceptar el
matrimonio como un desafío que requiere luchar, renacer, reinventarse y empezar
siempre de nuevo hasta la muerte, no puede sostener un nivel alto de compromiso.
Cede a la cultura de lo provisorio, que impide un proceso constante de
crecimiento. Pero «prometer un amor para siempre es posible cuando se descubre
un plan que sobrepasa los propios proyectos, que nos sostiene y nos permite
entregar totalmente nuestro futuro a la persona amada»[123]. Que ese amor pueda atravesar todas las
pruebas y mantenerse fiel en contra de todo, supone el don de la gracia que lo
fortalece y lo eleva. Como decía san Roberto Belarmino: «El hecho de que uno
solo se una con una sola en un lazo indisoluble, de modo que no puedan
separarse, cualesquiera sean las dificultades, y aun cuando se haya perdido la
esperanza de la prole, esto no puede ocurrir sin un gran misterio»[124].
125. El matrimonio, además, es una amistad que incluye las
notas propias de la pasión, pero orientada siempre a una unión cada vez más
firme e intensa. Porque «no ha sido instituido solamente para la procreación»
sino para que el amor mutuo «se manifieste, progrese y madure según un orden
recto»[125]. Esta amistad peculiar entre un hombre y una
mujer adquiere un carácter totalizante que sólo se da en la unión conyugal.
Precisamente por ser totalizante, esta unión también es exclusiva, fiel y
abierta a la generación. Se comparte todo, aun la sexualidad, siempre con el
respeto recíproco. El Concilio Vaticano II lo expresó diciendo que «un tal
amor, asociando a la vez lo humano y lo divino, lleva a los esposos a un don
libre y mutuo de sí mismos, comprobado por sentimientos y actos de ternura, e
impregna toda su vida»[126].
De la Exhortación ‘Sobre el Amor en la Familia’ (Capítulo IV: Vocación de
la Familia)
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