
Por supuesto que nadie es perfecto. Los mismos santos se esforzaron mucho durante su vida para alcanzar el cielo. Y si actualmente están en los altares es porque a diario tuvieron que librar la batalla contra el pecado -o los pecados- que más les alejaba de Dios
Seamos sinceros con nosotros mismos
Es muy fácil caer en la tentación de creernos muy buenos simplemente porque no robamos y no matamos. Malas noticias: esa actitud es un pecado que se llama soberbia. Porque hay que recordar que existen diez mandamientos de la ley de Dios, cinco mandamientos de la Iglesia, siete pecados capitales, catorce obras de misericordia y que todo se resume en dos mandamientos:
"Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo" (cfr. Mateo 22 37; 39)
Además, hay que tomar en cuenta que no solo se peca de obra - es decir, de lo que hacemos - , también podemos pecar de pensamiento, palabra y omisión - o sea, de lo que dejamos de hacer - . ¡Qué compleja es la realidad!
La debilidad de la carne
San Pablo también se sinceró con los Romanos cuando les escribió para alertarlos sobre la facilidad con la que se puede romper la Ley:
"Porque sabemos que la Ley es espiritual, pero yo soy carnal, y estoy vendido como esclavo al pecado" (Rom 7, 14).
Mas aún, reconoció que aunque deseaba hacer el bien, el mal era más atractivo haciéndolo caer, muy a su pesar:
"Porque sé que nada bueno hay en mí, es decir, en mi carne. En efecto, el deseo de hacer el bien está a mi alcance, pero no el realizarlo. Y así, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero" (Rom 7, 18-19).
Reconocer nuestras fallas
Regresando a nuestra realidad: si san Pablo era pecador, ¿cuánto más lo seremos nosotros? Indudablemente, Dios ayuda con su gracia a quien lo busca de corazón. Cada quien sabe "de qué pie cojea", porque las tentaciones llegan de distinta manera para cada uno.
Por eso es importante hacer un buen examen de conciencia a diario para descubrir cuáles son nuestros defectos más acendrados, esos que nos hacen tropezar y caer en faltas en contra de la caridad que le debemos a Dios y al prójimo - y a nosotros mismos, quizá sin darnos cuenta - .
Pidamos al Espíritu Santo que nos ilumine para que aprendamos a reconocer nuestras fallas y para que nos fortalezca para acudir a la Confesión con más frecuencia. Así, nuestra conversión será más sencilla, porque sin la ayuda de Dios definitivamente nada podremos hacer.
Mónica Muñoz, Aleteia
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