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miércoles, 24 de diciembre de 2025

Allí donde todo comienza: Francesco Voltaggio y la Navidad con los cristianos de Tierra Santa

«Hay que hacer todo lo posible para que su presencia, tan amenazada, no desaparezca»

 

 "Los Padres de la Iglesia decían que no basta con vivir en Tierra Santa si no se vive santamente", escribe Voltaggio.

Tierra Santa celebra la Navidad en busca de los signos vivos de la presencia de Dios, en una tierra que guarda el dolor de los siglos y la luz de la esperanza cristiana. *Francesco Giosuè Voltaggio, en el nº 256 (diciembre de 2025) de Il Timone:

"Si ellos callan, gritarán las piedras" (Lc 19,40). En Tierra Santa claman nuestros padres y madres en la fe, claman Jesucristo y los Apóstoles, claman las "piedras vivas" representadas por el pueblo judío y árabe cristiano, cuyas tradiciones son un tesoro que hay que redescubrir constantemente. Aquí incluso las piedras parecen clamar. Cuentan la historia de la salvación, arraigada en lugares concretos y en acontecimientos reales.

La fe cristiana, de hecho, está íntimamente ligada a la historia: sin ella, nuestra fe no sería más que mera gnosis o noble moral. El corazón del cristianismo es, en cambio, un acontecimiento que tuvo lugar en un tiempo y en un lugar concretos: "Sí, estamos seguros, Cristo ha resucitado verdaderamente y en Galilea nos espera" (Secuencia de Pascua). Nuestra salvación, por tanto, ha tenido un "lugar". 

Junto a la historia de la salvación existe pues, una geografía de la salvación, como afirmó san Pablo VI, el primer Papa después de san Pedro en pisar suelo de Tierra Santa, en pleno Concilio Vaticano II. No en vano, la Tierra Santa ha sido definida como "el quinto Evangelio". Y nuestro Patriarca latino de Jerusalén, el cardenal Pizzaballa, ama llamarla "el octavo sacramento": un lugar en el que la gracia de Dios sigue revelándose en las piedras, en los rostros, en el mismo polvo de esa tierra. Al excavar en ella, descubrimos siempre nuevas maravillas, hasta sondear, en la medida de lo posible, la profundidad del amor de Dios.

Lugares santos que claman

En la historia de la salvación, el hombre siempre ha tratado de conservar la memoria de los lugares donde Dios ha realizado sus prodigios. En el Antiguo Testamento - admirable paradoja - la primera posesión de Abraham en la Tierra Prometida no es más que una tumba: la cueva de Macpela, en Hebrón (cf. Gn 23). Así, una tumba se convierte en el primer lugar santo, signo tangible de que la promesa divina se cumple.

Todo esto encuentra su plena realización en la nueva alianza: una tumba vacía "clama" la plenitud de Dios, una piedra proclama que Cristo, "piedra viva" (1P 2,4), ha resucitado verdaderamente junto con su descendencia, la Iglesia, testigo en el mundo de su victoria sobre la muerte. También los lugares santos, por tanto, son testigos elocuentes. 

Un operario rellena las lámparas con aceite a mitad de la noche.

Un operario rellena las lámparas con aceite a mitad de la noche.JCadarso

Eutiquio (877-940), patriarca de Alejandría, escribe en árabe que Cristo "nos ha dado las reliquias de sí mismo y los lugares de su santidad en este mundo, como herencia y prenda del Reino de los Cielos y de las delicias del mundo futuro que nos ha prometido, ofreciéndonos así una alegría espiritual sin fin y testimonios que confirman todo lo que el Evangelio cuenta de su historia y sus obras" (Kitāb al-burhān, 310).

De generación en generación, los cristianos de Tierra Santa han custodiado estos lugares santos y conservado la fe en medio de enormes dificultades. Aunque perseguidos en muchos momentos de la historia, siguen desempeñando una misión fundamental, y hay que hacer todo lo posible para que su presencia, hoy tan amenazada, no desaparezca. 

El grito que se eleva desde Tierra Santa es, de hecho, desde tiempos inmemoriales, también un grito de dolor: "¿Hasta cuándo, Señor, [...] clamaré hacia ti: "¡Violencia", sin que tú salves?" (Ab 1,2). Entre guerras y devastaciones, esta tierra permanece herida, pero es precisamente allí, entre piedras y espinas, donde Dios ha elegido encarnarse. El Resucitado, con sus llagas transfiguradas, sigue haciendo oír su voz en medio de una humanidad lacerada, con el deseo de transfigurarla.

Belén, corazón del misterio

En el fondo, Jerusalén, con todo su caos y sus divisiones, es el espejo de lo que somos: con innumerables contradicciones, pero siempre elegidos por Dios como lugar de su gloria. Aquí aún resuena el grito apasionado de la amada que recorre las calles de la Ciudad Santa en busca de su amado: "Júrenme, hijas de Jerusalén, que si encuentran a mi amado, le dirán... ¿qué le dirán? Que estoy enferma de amor.!" (Ct 5,8).

Los Padres de la Iglesia insistían en que no basta con vivir en Tierra Santa si no se vive santamente. San Gregorio de Nisa, por su parte, quedó profundamente decepcionado por su peregrinación a Jerusalén, hasta el punto de afirmar: "Si la gracia fuera mayor entre los que viven en Jerusalén, el pecado no habitaría allí; en cambio, no hay tipo de pecado que no habite allí" (Epist. 2,10). La actualidad de esta afirmación es evidente para todos.

Sin embargo, desde los orígenes del cristianismo, generaciones y generaciones de peregrinos han querido emprender el "viaje santo", considerado por muchos como el sueño de toda una vida, como escribe san Jerónimo: "Feliz es aquel que lleva en su pecho la cruz, la resurrección, el lugar de la Natividad de Cristo y el lugar de la Ascensión. Feliz es aquel que tiene Belén en su corazón, corazón en el que Cristo nace cada día" (Hom. in Ps. 95).

Belén, en efecto, sintetiza plenamente todo lo dicho. San Sofronio (ca. 536-638), patriarca de Jerusalén, expresa así el deseo de peregrinar al lugar de la Natividad: "Con el entusiasmo del amor divino en mi pecho, que pueda apresurarme hacia la pequeña ciudad de Belén, donde nació el Rey del Universo [...]. Que pueda descender a esa cueva donde la Virgen, Reina del mundo, dio a los mortales al Salvador, verdadero Dios y verdadero hombre. Apoyaré mis ojos, mi boca y mi frente sobre la piedra perfumada que acogió al divino Niño, para recibir un don espiritual" (Anacreontica 19).

Aún hoy, los cristianos árabes realizan ese maravilloso gesto: apoyan los ojos, la boca y la frente en el lugar del nacimiento, tal y como hizo - y recomendó - Sofronio hace catorce siglos. Belén es el lugar donde Jesucristo se hizo carne y alimento para el hombre. No es casualidad que su nombre hebreo, Bet Lèhem, signifique "casa del pan", mientras que el árabe, Bayt Lahm, signifique "casa de la carne": la palabra de Dios se hizo carne (Jn 1,14) y pan (Jn 6), entregándose por completo a la humanidad. Así, el lugar de la Natividad ya anticipa el misterio pascual de Cristo. 

De hecho, en la iconografía bizantina, el niño Jesús está envuelto en pañales y depositado en un pesebre, representado como un sepulcro: señal de que el misterio de su nacimiento prefigura el de su muerte, sepultura y resurrección. La presencia divina llena la gruta de Belén: es a la vez oscura y luminosa, porque Cristo es la luz que ilumina nuestras tinieblas y la plenitud que llena nuestros vacíos.

Sí, las piedras de Tierra Santa siguen hablando. Gritan la fe de los siglos, el sufrimiento de los pueblos, la presencia viva del Resucitado. Si el mundo calla, gritarán las piedras.

*Sacerdote de la Diócesis de Roma, fidei donum en el Patriarcado Latino de Jerusalén.

ReL

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