31. Nada, ni un
centavo.
(Quien no da - Colecta)
Papá estaba de viaje, muy lejos, en una construcción. Mamá estaba realizando el
gran lavado de ropa, había planchado hasta muy entrada la noche y luego,
agotada, se había acostado y se había dormido profundamente. Alrededor de la
una y media el mayor de los hijos, Guillermo que tenía catorce años, despertó
repentinamente. Primero pensó: "Huele a pinos". Pero luego tuvo un
acceso de tos por el humo que llenaba su cuarto. Enseguida se puso alerta. Había
un incendio. Saltó de la cama y corrió donde la mamá: "La casa se está
quemando". E hizo lo que no se debe hacer: abrió la ventana de par en par.
La mamá, muerta de cansancio había olvidado de desenchufar la plancha
eléctrica. La mesa comenzó a arder y luego el incendio se extendió por todas
los ambientes de la casa. Al entrar oxigeno por la ventana abierta las llamas
se levantaron y convirtieron la casa en un infierno.
La mamá despertó a la abuela. Guillermo sacó del sueño a su hermana que le
seguía en edad. La mamá juntaba un poco de ropa y cosas de valor. Todos
salieron corriendo de la casa. De repente la mamá exclamó: "El
chiquito". Quiso volver a la casa pero el mayor ya había cruzado el umbral
de la casa. Muy pronto salió de nuevo cargando a su hermanito de dos años.
Cuando pasaba delante de la ventana le cayó encima una viga en llamas y le
golpeó el hombro. No le dio importancia sino entregó su hermanito a la mamá y
luego corrió para avisar a los bomberos. Más tarde el jefe de los bomberos
dijo: "En medio de la desgracia le felicito por su hijo tan valiente y
decidido. Si no hubiera actuado con este arrojo el chiquito ya no viviría.
Dependía de minutos".
Han pasado muchos años. El "chiquito" se había convertido en un
comerciante rico y exitoso. Vivía en una chalet elegante y tenía una mujer
moderna. No tenían hijos pero si tenían dos autos, una piscina en el jardín y
una casa en la playa y las cosas más finas. Un día sonó el timbre. Venía de
visita el hermano mayor que le llevaba doce años, Guillermo. Su postura era un
poco torcida. En la noche del incendio la viga en llamas le había roto la
clavícula y había producido una infección tras otra. De ahí la postura torcida.
Tenía un buen trabajo, estaba casado con una mujer simpática y tenía cuatro
hijos. Pero en medio de su felicidad vivía una situación estrecha. Luego de
haber saludado a su hermano le presentó tartamudeando su pedido.
Había ahorrado por mucho tiempo y quería comprar una casita modesta. Pero le
faltaba una suma considerable. Por fin había dicho todo: "¿Puedes ayudarme
con 20 000 dólares? El próximo año te los devolveré". Con todo se le veía
en la cara del hermano menor que no quería saber nada del asunto. La cuñada
tomó la palabra. Los había escuchado a los dos: "No podemos ni queremos
darte nada. El departamento que has alquilado es suficiente para ustedes. No
deberías tener tantos hijos. Por eso tienes tantos problemas para financiar la
compra". El hermano hablaba de la misma manera: "Tenemos que pagar
una casa en la playa que hemos comprado para los días de verano. No nos sobra
ni un centavo".
El hermano mayor se levantó y dijo: "¡Muchas gracias! Perdonen que les
haya estorbado. Sólo quería recordarles la noche del incendio de hace treinta
años". Luego salió silenciosamente. Le caían las lagrimas. Pensaba:
"Para salvarlo he arriesgado mi vida. Y no le sobra ni un centavo".
Muy similar es a veces la situación en la Santa Misa. Cristo ha dado su vida el
Viernes Santo. Delante de nosotros vemos en la Misa su cruz, sus heridas, su
cabeza inclinada en la muerte. Nos mira y nos pregunta: "¿Qué tienes para
mí?" Jesucristo está sentado en el trono de la gloria del Padre y es Señor
del universo. Nosotros, por medio de nuestros dones, deberíamos mostrarle que
estamos agradecidos. Cierto, no importa tanto el don sino el corazón. El pan y
el vino en el ofertorio quieren decir: "¡Acéptanos! ¡Acéptame! Te
pertenezco. ¡Quiero vivir para Ti como tú has vivido y muerto por mí!"
¿Qué es lo que pensaría Cristo, nuestro hermano mayor, si no tendríamos nada
para Él? También la limosna para los pobres, las misiones, la diáspora, para el
templo pueden ser signo que tenemos un corazón agradecido para Jesucristo. Pero
lo importante no es el dinero sino el corazón y la intención: "No se haga
mi voluntad sino la tuya". Nada es suficiente cuando se trata de Dios.
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