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domingo, 5 de mayo de 2019

Humildad de acuerdo a San Antonio Mª Claret: el que se humilla será ensalzado


 san antonio maria claret



Todo aquel que se ensalza será humillado; y el que se humilla será ensalzado.

Quiso nuestro Señor Jesucristo instruir a aquellos que creyéndose justos ponen en sí mismos toda su confianza y menosprecian a los demás mirándoles como malvados y les propone esta parábola que tiene todo el aire de una historia verdadera.

Dos hombres, fueron al templo para hacer en Él su oración: uno de ellos era fariseo, y el otro publicano. El fariseo estando en pie hablaba a Dios de esta suerte: Dios mío, yo os doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros, ni como este publicano. Yo ayuno dos veces a la semana, y doy el diezmo de todo lo que poseo. Esta era su oración, o más bien una afectación llena de vanidad. Entró en el templo para orar, y no obstante no se halla ninguna súplica en cuanto dice. No vino a orar ni a dar gracias a Dios, sino a alabarse a sí mismo y a insultar al mismo a quien ora.

Al contrario, el publicano, quedándose lejos del altar, ni siquiera se atrevía a levantar sus ojos al cielo, pero hería su pecho diciendo: Dios mío, tened compasión de mí que soy un pecador. Yo os declaro, añade Jesucristo, que este volvió justificado a su casa, y no el otro. Se le perdonaron al publicano sus pecados, y volvió justificado: las virtudes del fariseo son inútiles, y entra en su casa más criminal de lo que había salido. ¿De dónde viene esta diferencia? Es que fue más agradable a Dios la humildad del publicano que el vano alarde de las buenas acciones del fariseo; porque cualquiera que se eleva será humillado, concluye Jesucristo, y cualquiera que se humilla será levantado.

Ved aquí la regla, no nos engañemos; la ley es general; es nuestro divino Maestro quien acaba de publicarla; es necesario que todo se abata. Cuando hubieres elevado tu cabeza hasta el cielo, te atrancaré de allí, dice el Señor. El camino único de la elevación es la humildad; y el que no sigue este camino nunca entrará en el cielo.

¿Qué es, la humildad? Es una virtud, dice san Bernardo, que haciéndonos conocer lo que somos, nos enseña a menospreciamos a nosotros mismos. Cuando un hombre se considera a sí mismo, mira lo que es y lo que no es: compara sus verdaderos defectos con sus pretendidas virtudes; y conociéndose tal como es, se desprecia, y no hace estimación de sí; entonces se puede decir que es humilde. Así la humildad no consiste simplemente en palabras ni en acciones exteriores: traer vestidos simples, andar con los ojos bajos, es una cosa que edifica; y no se puede dejar de vituperaren un cristiano un aire altivo, el lujo y la vanidad de los vestidos; no obstante, un exterior modesto no basta para ser verdaderamente humilde: tampoco basta hablar de sí mismo con menosprecio, y llamarte pecador miserable: muchos tienen estas palabras en la boca, que no siempre tienen la humildad en el corazón; no es necesario algunas veces más que una pequeña palabra que les desagrade, para conocer que no son tan humildes como parecen: Así no es este precisamente el verdadero carácter de la humildad. Esta consiste en un bajo concepto de sí mismo, fundado sobre el conocimiento de su nada y de su miseria. Ved aquí lo que es la humildad.

Esta virtud es absolutamente necesaria para entrar en el cielo: no son necesarias otras pruebas que aquellas palabras de Jesucristo a sus discípulos, que disputaban entre sí de la primacía. En verdad, yo os declaro, que si no os convertís, si no dejáis esos sentimientos de orgullo y ambición tan naturales al hombre, y si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Acaso me diréis que Jesucristo ordenándonos ser como niños, puede encargamos otras virtudes que la humildad; pues quiere que seamos mansos e ingenuos como los niños, y sinceros y desinteresados como ellos. Puede habernos encomendado todas estas virtudes; pero en este lugar habla particularmente de la humildad; porque añade que aquel que se humillare como este niño, será más grande en el reino de los cielos. Es bueno que sea manso como este niño, sencillo y desinteresado como él; pero es también absolutamente necesario que sea humilde como él, si quiere tener parte en mi gloria. La humildad es la base y el fundamento de la religión, y de toda la piedad cristiana. Es esta virtud, dice san Bernardo, la que nos alcanza todas las otras, la que las conserva después que las hemos recibido, y la que las perfecciona.

La humildad alcanza las otras virtudes. ¿Es necesario paciencia? La humildad enseña a ejercerla. ¿Se quiere conseguir el perdón de los pecados? Dios lo concede al humilde. En una palabra, sed humildes, y obtendréis de Dios todo lo que le pidiereis. Las lluvias de la gracia corren sobre los humildes como el agua corre por los valles: y como la abundancia de las aguas hace fértiles a los val les. Asimismo la abundancia de los dones de Dios hace que los humildes fructifiquen todos los días en virtudes y en buenas obras. Como Dios resiste a los soberbios, así da gracia a los humildes. San Agustín estaba tan convencido de que la humildad es la raíz de todas las virtudes, como la soberbia el principio de lodos los vicios, que escribiendo a un amigo suyo llamado Dióscoro, que le había preguntado cuál era la virtud que le facilitaría la práctica de todas las otras, le responde que la humildad. A esta virtud, le dice, deseo, mi amado amigo que te apliques de todo corazón. Yo he trabajado mucho para elevarme al conocimiento de la verdad; pero puedo asegurarte que no he hallado otro camino para elevarme a él que el de la humildad, y tampoco tú hallarás otro que éste. El primer camino que se debe tomar para ir al cielo, que es la mansión de la verdad, es la humildad, el segundo es la humildad, el tercero es la humildad; y cuantas veces me preguntes por el camino que conduce a la gloria, te responderé siempre que la humildad: todo otro camino es falso, y conduce al precipicio.

No hay cosa más peligrosa que sacar al público nuestras virtudes: el amor propio es su mortal enemigo: no las saca al público sino para darles el golpe de muerte. Por eso David decía que temía mucho la altura del día. El lustre y la gloria que acompañan las virtudes son tanto más de temer, cuanto la vanagloria es como un ladrón manso que nos despoja de nuestras riquezas espirituales, y nos roba de un modo lisonjero y agradable las virtudes que hemos adquirido. Esto ha hecho decir a san Agustín, que la soberbia se distingue de los otros vicios en que los otros vicios nacen de los pecados, mientras que la soberbia es de temer aún en las buenas obras. ¡Cuántos cristianos perecieron por esto! Si pudiéramos abrir el infierno, ¡cuántas almas veríamos que cayeron en él por la soberbia como Lucifer! ¡Cuántos devotos y devotas en la apariencia se han precipitado en él por su funesta hipocresía, que corrompió todas sus muchas obras! ¡Cuántos solitarios que encanecieron en los desiertos bajo los ojos de un superior, pero que después de haber pasado la mayor parte de su vida en ayunos sumamente rigurosos y maceraciones inauditas, perdieron, en fin, todas estas virtudes por no haber tenido la de la humildad, que es baluarte, y la que sola puede conservarlas y conducirlas a la última perfección!

¿Aspiráis a cosas grandes? —dice san Agustín—, comenzad por las menores. ¿Queréis elevar muy alto el edificio de la piedad cristiana? Pensad primero en el fundamento de la humildad. Se profundiza siempre los cimientos de un edificio a proporción de la elevación que se le quiere dar: si queréis, pues elevar mucho el de la perfección, echad los cimientos de una humildad profunda. Esta es la conducta que tuvieron todos los Santos. Se ha visto a algunos conservar hasta el fin de su vida la memoria de sus pecados pasados para precaverse contra la tentación de la soberbia, que es, como dicen los santos Padres, el último lazo que el demonio nos tiende. Ved a san Pablo, el Apóstol por excelencia, que había sido destinado y escogido de Dios para anunciar el Evangelio a los gentiles, y que había sido elevado hasta el tercer cielo; sin embargo de todos estos privilegios, se mira como un aborto, como el último de los Apóstoles: se juzga indigno de esta clase: se tiene por el primero de los pecadores, que ha sido en otro tiempo un blasfemo y un perseguidor de Jesucristo. ¿De dónde viene esto? Es que este grande Apóstol, habiendo de tener tanta elevación en la Iglesia, no se cansaba de humillarse: olvidaba sus virtudes y sólo se acordaba de sus pecados. Esta fue, hermanos míos, la disposición de todos los Santos: y esta debe ser también la nuestra, si queremos recibir como ellos la recompensa de nuestras virtudes. Un árbol, cuanto más cargado está de frutos, más abate sus ramas: así nosotros, cuanto más mérito hubiéramos adquirido y cuantas más buenas obras hayamos hecho, tanto más debemos humillamos.

Si queremos abrir un poco los ojos sobre todo lo que nos rodea, veremos fácilmente que no hay cosa sobre la tierra que nos nos dé lecciones de humildad; pero entre todo, nada hallo que deba hacer más impresión sobre nosotros que la consideración de la grandeza de Dios, de los abatimientos de Jesucristo, y de nuestra propia miseria.

¿Se puede considerar la grandeza de un Dios sin aniquilarse en su presencia? ¿En dónde está el que se representa como debe la suprema majestad de este Ser soberano, sus perfecciones infinitas, su eternidad, su poder, su justicia, su providencia siempre benéfica y atenta a todas nuestras necesidades, que no se vea forzado a clamar con el Rey profeta; No. no soy sino una nada delante de Vos? Ni siquiera es necesario recurrir a la fe para concebir tan justos sentimientos, basta la razón sola para convencernos de esta necesidad. Si fuéramos tan ciegos que concibiéramos alguna estimación de nosotros mismos, nos bastaría levantar los ojos al cielo, y considerar al Autor de la naturaleza para corregir esta ridícula vanidad. Y si la majestad de Dios debe humillamos, ¿los abatimientos de Jesucristo su Hijo contribuyen menos a ello?

Entre tanto que Dios se mantuvo en aquella grandeza y aquella elevación que le es propia, la humildad fue casi desconocida en la tierra; pero después de la encamación de Jesucristo, su Hijo, halla el hombre en la humildad de un Dios el remedio con que curar la hinchazón su corazón. Cuando considero que un Dios quiso humillarse por mí, no sólo hasta hacerse hombre, sino también hasta hacerse el oprobio de los hombres; cuando veo a este Dios encamado seguir el camino de la bajeza y la humillación desde el pesebre hasta la cruz; entonces tengo vergüenza de haberme aprovechado tan mal de esta importante lección que mi adorable Salvador me ha dado durante todo el tiempo que vivió en la tierra. Un Dios se humilla y se anonada, ¡y un gusano de la tierra se atreve a engreírse! Un Dios vive en la oscuridad y el menosprecio, ¡y el hombre quiere ser estimado y honrado! ¡Ah, Señor! esto es insoportable, y no hay sino la soberbia del demonio que pueda resistir a un tal ejemplo.

Un nuevo motivo de humildad es nuestra propia miseria: con mirarla de cerca hallaremos en ella una infinidad de motivos para humillamos. A cualquier parte que el hombre se vuelva podemos decirle que trae en medio de sí mismo los principios y los motivos de su humillación. ¿No sabe que en el orden de la naturaleza la nada es su origen, que se pasaron una infinidad de siglos antes de él, y que nunca podría salir por sí mismo de este espantoso e impenetrable abismo? ¿Ignora que aun después de criado tiene en sí un peso secreto que le arrastra a la nada; que no es necesario para ser reducido a ella sino que la mano que le dio el ser. deje de sostenerle; y que si Dios cesase de conservarle, faltaría de la tierra con la misma facilidad que la ausencia de su cuerpo hace desaparecer en el espejo la imagen que lo representa? ¿Qué es, pues, el hombre, para atreverse a blasonar de su nacimiento y de las otras prerrogativas de la naturaleza? Basura antes de nacer, miseria cuando viene al mundo, e infección cuando sale de él. Haber nacido de una mujer, vivir poco, llorar mucho y morir ahora no es razón para gloriarse si considera, dice san Gregorio papa, lo que pasa dentro y fuera de sí.
Tampoco tiene menos motivos de humillarse en el orden de la gracia: por más dones y talentos que tenga, le vienen todos de la mano liberal del Señor, que los distribuye a cada uno según su beneplácito, y por consiguiente no puede gloriarse de ello. Si alguno cree que es alguna cosa, dice san Pablo, se engaña muy torpemente; poique en efecto no es nada. Un concilio ha declarado asimismo que el hombre, en vez de ser autor de su salvación, no es capaz sino de perderse, y que de suyo no tiene sino el pecado y |a mentira. Así nos enseña san Agustín, que la gran ciencia del hombre consiste en saber que es nada por sí mismo, y que todo lo que es lo tiene de Dios y lo debe a Dios.
En fin, el hombre debe humillarse por orden a la gloria y al honor que esperamos en la otra vida: porque ¿qué puede hacer él que le haga capaz de esta felicidad eterna? No hay sino Dios que pueda hacerle digno de ella. El es, dice san Pablo, quien nos ha predestinado para ser conformes a la imagen de su Hijo: Él es el que nos llama, el que nos justifica y el que, en fin, glorifica a los que ha justificado. No debemos, pues, contar sobre nosotros mismos, sino sobre la misericordia de Dios y sobre los méritos de Jesucristo su Hijo. Como hijos de Adán no merecemos sino la reprobación; y si Dios quiere damos entrada en su reino, debemos reconocer humildemente que este es un puro efecto de su bondad, que corona sus propios dones recompensando nuestros méritos; así no tenemos que engreímos sobre tantos otros que quedaron en la masa de corrupción.
Conclusión: Digamos de aquí en adelante como David: “No me contentaré con ser humilde a los ojos de otros: lo seré también a mis propios ojos, amaré una virtud que es tan agradable a Dios, y de que Jesucristo me ha dado un tan bello ejemplo”.

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