Homilía
de San Juan María Vianney, Cura de Ars
Si el
orgullo engendra todos los pecados, podemos también decir que la humildad
engendra todas las virtudes. Con la humildad tendréis todo cuanto os hace
falta para agradar a Dios y salvar vuestra alma; mas sin ella, aun poseyendo
todas las demás virtudes será cual si no tuvieseis nada. “Esta hermosa
virtud, dice san Bernardo, fue la causa de que el Padre Eterno mirase a la
Santísima Virgen con complacencia; y si la virginidad atrajo las miradas
divinas, su humildad fue la causa de que concibiese en su seno al Hijo de
Dios. Si la Santísima Virgen es la Reina de las Vírgenes, es también la
Reina de los humildes”. Preguntaba un día santa Teresa al Señor porqué, en
otro tiempo, el Espíritu Santo se comunicaba con tanta facilidad a los
personajes del Antiguo Testamento, patriarcas o profetas declarándoles sus
secretos, cosa que no hace al presente. El Señor le respondió que ello era
porque aquellos eran más sencillos y humildes, mientras que en la actualidad
los hombres tienen el corazón doble y están llenos de orgullo y vanidad.
Dios no comunica con ellos ni los ama como amaba a aquellos buenos
patriarcas y profetas, tan simples y humildes. Nos dice san Agustín: “Si os
humilláis profundamente, si reconocéis vuestra nada y vuestra falta de
méritos, Dios os dará gracias en abundancia; mas, si queréis exaltaros y
teneros en algo, se alejará de vosotros y os abandonará en vuestra pobreza”.
Nuestro
Señor Jesucristo, para damos a entender que la humildad es la más bella y la
más preciosa de todas las virtudes, comienza a enumerar las bienaventuranzas
por la humildad, diciendo: “Bienaventurados los pobres de espíritu, pues de
ellos es el reino de los cielos”.
Nos dice san Agustín
que esos pobres de espíritu son aquellos que tienen la humildad por
herencia. Dijo a Dios el profeta Isaías: “Señor ¿sobre quiénes desciende el
Espíritu Santo? ¿Acaso sobre aquellos que gozan de gran reputación en el
mundo, o sobre los orgullosos? —No, dijo el Señor, sino sobre aquel que
tiene su corazón humilde”.
Esta
virtud no solamente os hace agradables a Dios, sino también a los hombres.
Todo el mundo ama a una persona humilde, todos se deleitan en su compañía.
¿De dónde viene, en efecto, que por lo común los niños son amados de todos,
sino de que son sencillos y humildes? La persona que es humilde cede, no
contraría a nadie, no causa enfado en nadie, se contenta de todo y busca
siempre ocultarse a los ojos del mundo. Admirable ejemplo de esto nos lo
ofrece san Hilarión. Refiere san Jerónimo que este gran Santo era solicitado
de los emperadores, de los reyes y de los príncipes, y atraía hacia el
desierto á las muchedumbres por el olor de su santidad, por la fama y
renombre de sus milagros; mas él se escondía y huía del mundo cuanto le era
posible. Frecuentemente cambiaba de celda, a fin de vivir oculto y
desconocido; lloraba continuamente a la vista de aquella multitud de
religiosos y de gente que acudían a él para que les curase sus males.
Echando de menos su pasada soledad, decía, llorando: “He vuelto otra vez al
mundo, mi recompensa será sólo en esta vida, pues todos me miran ya como
persona de consideración”.
“Y nada
tan admirable, nos dice san Jerónimo, como el hallarle tan humilde en medio
de los muchos honores que se le tributaban... Decidme ¿es esto humildad y
desprecio de sí mismo? ¡Cuán raras son estas virtudes! Mas también ¡cuánto
escasean los santos! En la misma medida que se aborrece a un orgulloso, se
aprecia a un humilde, puesto que éste toma siempre para sí el último lugar,
respeta a todo el mundo, y ama también a todos; esta es la causa de que sea
tan buscada la compañía de las personas que están adornadas de tan bellas
cualidades.
Digo que
la humildad es el fundamento de todas las demás virtudes. Quien desea servir
a Dios y salvar su alma, debe comenzar por practicar esta virtud en toda su
extensión. Sin ella nuestra devoción será como un montón de paja que
habremos levantado muy voluminoso, pero al primer embate de los vientos
queda derribado y deshecho. El demonio teme muy poco esas devociones que no
están fundadas en la humildad, pues sabe muy bien que podrá echarlas al
traste cuando le plazca. Lo cual vemos aconteció a aquel solitario que llegó
hasta a caminar sobre carbones encendidos sin quemarse; pero, falto de
humildad, al poco tiempo cayó en los más deplorables excesos. Si no tenéis
humildad, podéis decir que no tenéis nada, a la primera tentación seréis
derribados. Se refiere en la vida de san Antonio que Dios le hizo ver el
mundo sembrado de lazos que el demonio tenía preparados para hacer caer a
los hombres en pecado. Quedó de ello tan sorprendido, que su cuerpo temblaba
cual la hoja de un árbol, y dirigiéndose a Dios le dijo: “Señor, ¿quién
podrá escapar de tantos lazos?” Y oyó una voz que le dijo: “Antonio, el que
sea humilde; pues Dios da a los humildes la gracia necesaria para que puedan
resistir a las tentaciones; mientras pe imite que el demonio se divierta con
los orgullosos, los cuales caerán en pecado en cuanto sobrevenga la ocasión.
Mas a las personas humildes el demonio no se atreve a atacarlas”. Al verse
tentado san Antonio, no hacía otra cosa que humillarse profundamente ante
Dios, diciendo: “¡Señor, bien sabéis que no soy más que un miserable
pecador!” Y al momento el demonio emprendía la fuga.
Cuando
nos sintamos tentados, mantengámonos escondidos bajo el velo de la humildad
y veremos cuán escasa sea la fuerza que el demonio tiene sobre nosotros.
Leemos en la vida de san Macario que, habiendo un día salido de su celda en
busca de hojas de palma, se le apareció el demonio con espantoso furor,
amenazando herirle; mas, viendo que le era imposible porque Dios no le había
dado poder para ello, exclamó:” ¡Macario, cuánto me haces sufrir! No tengo
facultad para maltratarte, aunque cumpla más perfectamente que tú lo que tú
practicas: pues tú ayunas algunos días, y yo no como nunca; tú pasas algunas
noches en vela, yo no duermo nunca. Sólo hay una cosa en la cual ciertamente
me aventajas”. San Macario le preguntó cuál era aquella cosa. “Es la
humildad”. El Santo se postró, la faz en tierra, pidió a Dios no le dejase
sucumbir a la tentación, y, al momento el demonio emprendió la fuga. ¡Cuán
agradables nos hace a Dios esta virtud, y cuán poderosa es para ahuyentar el
demonio! ¡Pero también cuán rara! Lo cual se puede comprobar con sólo
considerar el escaso número de cristianos que resisten al demonio cuando son
tentados...
No son
todas las palabras, todas las manifestaciones de desprecio de sí mismo lo
que nos prueba que tenemos humildad. Voy a citaros ahora un ejemplo, el cual
os probará lo poco que valen las palabras. Hallamos en la Vida de los
Padres del desierto que, habiendo venido un solitario a visitar a san
Serapio, no quiso acompañarle en sus oraciones, porque, decía, he cometido
tantos pecados que soy indigno de ello, ni me atrevo a respirar aquí donde
vos estáis. Permanecía sentado en el suelo por no atreverse a ocupar el
mismo asiento que san Serapio. Este Santo, siguiendo la costumbre entonces
muy común, quiso lavarle los pies, y aun fue mayor la resistencia del
solitario. Veis aquí una humildad que, según los humanos juicios, tiene
todas las apariencias de sincera; mas ahora vais también a ver en qué paró.
San Serapio se limitó a decirle, a manera de aviso espiritual, que tal vez
haría mejor permaneciendo en su soledad, trabajando para vivir, que no
corriendo de celda en celda como un vagabundo. Ante este aviso, el solitario
no supo ya disimular la falsedad de su virtud; se enojó en gran manera
contra el Santo y se marchó. Al ver esto, le dijo aquel; “Hijo mío, ¡me
decías hace un momento que habías cometido todos los crímenes imaginables,
que no os atrevíais a rezar ni a comer conmigo, y ahora, por una sencilla
advertencia que nada tiene de ofensiva, os dejáis llevar del enojo! Vamos,
hijo mío, vuestra virtud y todas las buenas obras que practicáis, están
desprovistas de la mejor de las cualidades, que es la humildad”.
Por este
ejemplo podéis ver cuán rara es la verdadera humildad. Cuánto abundan los
que, mientras se los alaba, se los lisonjea, o a lo menos, se les manifiesta
estimación, son todo fuego en sus prácticas de piedad, lo darían todo, se
despojarían de todo; mas una leve reprensión, un gesto de indiferencia,
llena de amargura su corazón, los atormenta, les arranca lágrimas de sus
ojos, los pone de mal humor, los induce a mil juicios temerarios, pensando
que son tratados injustamente, que no es éste el trato que se da a los
demás. ¡Cuán rara es esta hermosa virtud entre los cristianos de nuestros
días! ¡Cuántas virtudes tienen sólo la apariencia de tales, y a la primera
prueba se vienen abajo!
Pero, ¿en
qué consiste la humildad? Vedlo aquí: ante todo os diré que hay dos clases
de humildad, la interior y la exterior. La exterior consiste:
1.º En
no alabarse del éxito de alguna acción por nosotros practicada, en no
relatarla al primero que nos quiera oír: en no divulgar nuestros golpes
audaces, los viajes que hicimos, nuestras mañas o habilidades, ni lo que de
nosotros se dice favorable;
2.ºEn ocultar el bien que podemos haber hecho,
como son las limosnas, las oraciones, las penitencias, los favores hechos al
prójimo, las gracias interiores de Dios recibidas;
3.º En no complacemos en las alabanzas que se nos di rigen; para lo cual deberemos
procurar cambiar de conversación, y atribuir a Dios todo el éxito de
nuestras empresas; o bien deberemos dar a entender que el hablar de ello nos
disgusta, o marchamos, si nos es posible.
4.º Nunca deberemos hablar ni bien
ni mal de nosotros mismos. Muchos tienen por costumbre hablar mal de sí
mismos, para que se los alabe; esto es una falsa humildad a la que podemos
llamar humildad con anzuelo. No habléis nunca de vosotros, contentaos
con pensar que sois unos miserables, que es necesaria toda la caridad de un
Dios para soportaros sobre la tierra.
5.º Nunca se debe disputar con los
iguales; en todo cuanto no sea contrario a la conciencia, debemos siempre
ceder; no hemos de figuramos que nos asiste siempre el derecho; aunque lo
tuviéramos hemos de pensar al momento que también podríamos equivocarnos,
como tantas veces ha sucedido; y, sobre todo, no hemos de tener la
pertinacia de ser los últimos en hablar en la discusión, ya que ello revela
un espíritu repleto de orgullo.
6.º Nunca hemos de mostrar tristeza cuando
nos parece ser despreciados, ni tampoco ir a contar a los demás nuestras
cuitas.
7.º Debemos estar contentos al vemos despreciados, siguiendo el
ejemplo de Jesucristo, de quien se dijo que se “vería harto de oprobios”, y
el de los apóstoles, de quienes se ha escrito “que experimentaban una grande
alegría porque habían sido hallados dignos de sufrir una ignominia por amor
de Jesucristo”; todo lo cual constituirá nuestra mayor dicha y nuestra más
firme esperanza en la hora de la muerte.
8.º Cuando hemos cometido algo que
pueda sernos echado en cara, no debemos excusar nuestra culpa; ni con
rodeos, ni con mentiras, ni con el gesto debemos dar lugar a pensar que no
lo cometimos nosotros. Aunque fuésemos acusados falsamente, mientras la
gloria de Dios no sufra menoscabo, deberíamos callar.
9.”Esta humildad
consiste en practicar aquello que más nos desagrada, lo que los demás no
quieren hacer, y en complacerse en vestir con sencillez.
En esto
consiste la humildad exterior. Mas ¿en qué consiste la interior!
Vedlo aquí. :
1º Consiste en sentir bajamente de sí mismo; en no aplaudirse
jamás en lo íntimo de su corazón al ver coronadas por el éxito las acciones
realizadas; en creerse siempre indigno e incapaz de toda buena obra,
fundándose en las palabras del mismo Jesucristo cuando nos dice que sin Él
nada bueno podemos realizar, pues ni tan sólo una palabra, como, por
ejemplo. “Jesús”, podemos pronunciar sin el auxilio del Espíritu Santo.
2.º
Consiste en sentir satisfacción de que los demás conozcan nuestros defectos,
a fin de tener ocasión de mantenemos en nuestra insignificancia;
3.º En ver
con gusto que los demás nos aventajen en riquezas, en talento, en virtud, o
en cualquier otra cosa; en sometemos a la voluntad o al juicio ajenos,
siempre que ello no sea contra conciencia...
Es
preciso que, si queremos que nuestras obras sean premiadas en el cielo,
vayan todas ellas acompañadas de la humildad. Al orar, ¿poseéis aquella
humildad que os hace consideraros como miserables e indignos de estar en la
santa presencia de Dios? Si fuese así, no haríais vuestras oraciones
vistiéndoos o trabajando. No. no la tenéis. Si fueseis humildes, ¡con qué
reverencia, con qué modestia, con qué santo temor estaríais en la Santa
Misa! No se os vería reír, conversar, volver la cabeza, pasear vuestra
mirada por el templo, dormir, orar sin devoción, sin amor de Dios. Lejos de
hallar largas las ceremonias y funciones, os sabría mal el término de ellas,
y pensaríais en la grandeza de la misericordia de Dios al sufriros entre los
fieles, cuando por vuestros pecados merecéis estar entre los réprobos.
Si
tuvieseis esta virtud, al pedir a Dios alguna gracia, haríais como la
Cananea, que se postró de hinojos ante el Salvador, en presencia de todo el
mundo; como Magdalena, que besó los pies de Jesús en medio de una numerosa
reunión. Si fueseis humildes, harías como aquella mujer que hacía doce años
que padecía flujo de sangre y acudió con tanta humildad a postrarse a los
pies del Salvador, a fin de conseguir tocar el extremo de su manto. Si
tuvieseis esta virtud al confesaros, ¡cuán lejos andaríais de ocultar
vuestros pecados, de referirlos como una historia de pasatiempo y, sobre
todo, de relatar los pecados de los demás! ¿Cuál sería vuestro temor al ver
la magnitud de vuestros pecados, los ultrajes inferidos a Dios, y al ver,
por otro lado, la caridad que muestra al perdonaros?
¡Dios mío!, ¿no
moriríais de dolor y de agradecimiento?... Si, después de haberos confesado,
tuvieseis aquella humildad de que habla san Juan Clímaco, el cual nos cuenta
que, yendo a visitar un cierto monasterio, vio allí a unos religiosos tan
humildes, tan humillados y tan mortificados, y que sentían de tal manera el
peso de sus pecados, que el rumor de sus gritos, y las preces que elevaban a
Dios Nuestro Señor eran capaces de conmover a corazones tan duros como la
piedra. Algunos había que estaban enteramente cubiertos de llagas, de las
cuales manaba un hedor insoportable; y tenían tan poco atendido su cuerpo,
que no les quedaba sino la piel adherida al hueso. El monasterio resonaba
con gritos los más desgarradores. “¡Desgraciados de nosotros miserables!
¡Sin faltar a la justicia, oh Señor, podéis precipitamos en los infiernos!”
Otros exclamaban: “¡Señor, perdonadnos si es que nuestras almas son aún
capaces de perdón!” Tenían siempre ante sus ojos la imagen de la muerte, y
se decían unos a otros. “¿Qué será de nosotros después de haber tenido la
desgracia de ofenderá un Dios tan bueno? ¿Podremos todavía abrigar alguna
esperanza para el día de las venganzas?” Otros pedían ser atrojados al río
para ser comidos de las bestias. Al ver el superior a san Juan Clímaco, le
dijo: “Padre mío, ¿habéis visto a nuestros soldados?” Nos dice san Juan
Clímaco que no pudo allí hablar ni rezar: pues los gritos de aquellos
penitentes, tan profundamente humillados, le arrancaban lágrimas y sollozos
sin que pudiera contenerse. ¿De dónde proviene que nosotros, siendo mucho
más culpables, carezcamos enteramente de humildad? ¡Porque no nos conocemos!
Oración para pedir devoción y humildad
Señor Dios mío: Tú eres todo mi bien.
¿Y
quién soy yo, que me atrevo a hablarte? Soy un pobre siervo tuyo y despreciable
gusanillo; mucho más pobre y despreciable de lo que yo sí puedo decir. Pero,
acuérdate, Señor, de que yo soy nada, de que nada tengo y nada valgo.
Tú
sólo eres bueno, justo y santo, Tú lo puedes todo, lo das todo, lo llenas todo:
solamente al pecador dejas vacío.
Acuérdate de tus misericordias y llena mi corazón con tu gracia, de la cual no
quieres que estén vacías tus criaturas. Mas ¿cómo puedo gobernarme en esta
miserable vida si tu gracia y misericordia no me socorren?
No
me vuelvas tu rostro, no desvíes tu consuelo, para que no sea mi alma para Ti
como la tierra reseca, sin agua.
Enséñame, Señor, a hacer tu voluntad; enséñame a vivir digna y humildemente en
tu presencia; porque Tú eres mi sabiduría, y en verdad me conoces y me
conociste antes de haber creado el mundo y de que yo hubiese nacido.
Que toda la Tierra sea,
con la Virgen María,
Gloria de Dios
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