34. Ella llevaba
algo misterioso
(El Cánon - Acción de Gracias por Cristo)
El joven rey Reginaldo había muerto al defender su ciudad. Su anciano padre se
había encargado nuevamente del gobierno. La ciudad en el monte vivía en paz y
prosperidad. A los pocos meses de la derrota del enemigo y de la muerte del
joven rey llegó el día cuando se debía celebrar el quincuagésimo aniversario
del reinado del anciano soberano. Decía la gente: "Tenemos que celebrar
esto. Tenemos que agradecer al rey porque nos ha cuidado tan bien. Tenemos que
agradecerle que a pesar de su edad avanzada y de sus enfermedades carga con el
gobierno". Decidieron preparar una gran celebración. Lo más solemne sería
una procesión festiva. Cada familia le entregaría al rey algo hermoso, útil y
hecho por las propias manos.
Llegó el día del aniversario. Habían adornado todas las casas con flores y
banderas. Puesto que eran bodas de oro habían colgado en cada puerta una corona
de oro. Las campanas repicaban. Las bandas tocaban en los parques. En la
plazoleta del castillo habían armado un trono para el rey. Alrededor de él se
formaba la gente en un inmenso semicírculo. Luego dieron inicio a la procesión.
En la cabeza cabalgaba el heraldo. Seguían los trompeteros. Después un grupo
multicolor de banderas, luego el coro. Después de ellos caminaban las parejas.
Cada familia había enviado a sus representantes. Una pareja llevaba una canasta
llena de fruta, otra una canasta llena de verduras, otra con espigas, otra con
vino. Los orfebres traían una jarra de plata. Los jardineros las flores más
hermosas. Parecía una procesión de nunca acabar.
Al final de la procesión caminaba una dama vestida de negro. Llevaba un velo.
En sus brazos llevaba algo grande y pesado. Pero no se podía ver porque estaba
envuelto en una tela. La gente había visto como la dama arribó a la ciudad la
noche anterior. Preguntaban: "¿Quién es ella?" Los organizadores de
la procesión sonreían pero guardaban el secreto.
Uno después del otro entregaba su regalo al anciano rey. Al mismo tiempo
ejecutaban cantos, bailes y músicas. Al final estaba ante el trono la dama
velada. Se quitó el velo. Y el rey vio que era la mujer de su hijo fallecido.
Sorprendido no sabía qué decir. Entonces ella quitó el velo también del bulto
que cargaba en sus brazos y lo entregó al rey. Era un niño pequeño, su hijo. Le
dijo al rey: "Pienso que esto es el regalo más hermoso. Te traigo al hijo
de Reginaldo, el pequeño Reginaldo".
Todo había sucedido de la siguiente manera. Cuando los enemigos asediaban la
ciudad la joven reine se encontraba en una de las haciendas alejadas de la
ciudad. Con ella estaba su hijo recién nacido, bautizado con el nombre de
Reginaldo. Los enemigos secuestraron a la madre y al niño. Nadie sabía dónde se
encontraban. En una aventura azarosa la joven reina había escapado de los
enemigos. Había caminado por meses, se había escondido, había marchado noches
enteras, había mendigado pan y leche. Por fin había llegado exhausta y rendida
a la frontera del reino. Escuchó que la gente decía: "Celebraremos las
bodas de oro del rey". De manera que se vino a la fiesta.
Dijo el anciano rey: "No hubieras podido traerme nada más hermoso. Es el
regalo más precioso. Me has devuelto a mi hijo Reginaldo". Se levantó y
mostró el niño a todo el pueblo. ¡Que algarabía, qué gozo! La música tocaba y
la gente gritaba: ¡Viva!".
En la santa Misa sucede algo muy similar aunque no sea precisamente como lo que
sucedió en el castillo de Reginaldo. A Dios, nuestro Padre, le consagramos
nuestros dones. Queremos darle gracias por todo el bien que nos ha hecho. Pero
luego no sólo le entregamos pan y vino. Tenemos entre manos la ofrenda más
hermosa, más preciosa, el Hijo de Dios, Jesucristo nuestro Salvador y lo
entregamos al Padre de los cielos. En los tiempos pasado cantamos como cántico
en la Iglesia: "Te presentamos en tu Hijo un sacrificio agradable".
También hoy en día podríamos cantar así.
La diferencia es esta: El joven rey Reginaldo había muerto por los suyos. El
pequeño Reginaldo, al que habían secuestrado, ocupaba su lugar. - Jesús,
nuestro rey, ha muerto por nosotros. Sin embargo, vive, está con nosotros en la
Santa Misa. Podemos presentarlo al Padre celestial y ofrecérselo y dar gracias
por medio de Él por todo lo que Dios ha hecho por nosotros. Nosotros somos como
la reina que lo lleva a la presencia de Dios. Porque todos somos Iglesia y como
Iglesia pertenecemos a Cristo y Cristo nos pertenece a nosotros.
De eso se trata en la Santa Misa: Jesús, que murió y vive, es entregado al
Padre. Esto es lo que sucede en el canon magno, desde el prefacio hasta el
padrenuestro.
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