Detención y martirio
Los siete jóvenes misioneros, andando por los montes sin guías ni mapas, por sendas y veredas, rehuyendo carreteras y durmiendo en los bosques, salvo en ocasiones en alguna masía, soportando sin indumentaria ni calzado adecuados tormentas y ventiscas, durante cincuenta y siete días, mayormente por sus noches, habían recorrido unos 140 km. desde Canet de Mar hasta Begudà. Los fieles campesinos de una masía le remitían a otra amiga más al norte, pero distando ya sólo una veintena de kilómetros de la frontera, la Providencia dispuso llegado el momento del holocausto.
Anochecía el 28 de septiembre cuando los misioneros se sintieron desorientados, y uno de ellos se acercará a Can Montrós, cercana a la parroquia de Begudà. La persona que le abrió debió inspirarle confianza e ingenuamente se identificó como miembro de un grupo de sacerdotes perseguidos, pidiéndole orientación para llegar a la frontera. No sabía que era la casa de Gaspar, presidente del Comité del pueblo. Su hermano Isidro, al enterarse de que eran religiosos, fue inmediatamente en bicicleta a la sede del Comité a dar cuenta. Siguiendo las indicaciones recibidas, los fugitivos continuaron confiados la marcha, hasta que unos kilómetros más adelante les esperaban un grupo de milicianos que los apresó, y a las diez de la noche dos de ellos les condujeron hasta el Comité del vecino pueblo de Sant Joan les Fonts, -uno de los más sanguinarios de Gerona- diciéndoles que allí les podrían facilitar la travesía de la frontera.
[Bajo estas líneas: Mn. Joan Figueras i Geli (1884-1936) era el párroco de esa localidad gerundense. Fue la primera víctima de la persecución religiosa en el obispado de Gerona. Sufrió el martirio la noche del 20 de julio de 1936.
Mn. Joan Figueras i Geli (1884-1936)
El 21 de julio de 1936 el Dr. Joaquim Danés, de Olot, dejó anotado en su diario: "esta noche, en Sant Joan les Fonts han quemado la iglesia parroquial" y que habían matado al párroco. La mayor parte del archivo parroquial y los altares de la iglesia sucumbieron bajo las llamas, perdiéndose para siempre el retablo mayor, obra barroca de Jaume Diví y Jaume Escarpanter (1753). El retablo bajo estas líneas].
Los Misioneros fueron interrogados sobre si eran "frares o capellans" (frailes o curas) y reconocieron ser religiosos de Canet de Mar que se dirigían a Francia para salvar sus vidas. Preguntados sobre las masías donde les habían amparado, nada dijeron. Registrados, sólo hallaron en sus zurrones unos corruscos de pan duro y unas cebollas. Sin probar alimento los encerraron en la escuela donde pasaron en oración la noche, vigilia de la fiesta de San Miguel, protector de su Congregación, conscientes de que se hallaban en el pretorio de su particular Pasión. A la mañana siguiente el Comité de San Joan llamaba al de Canet informándoles de la detención de siete misioneros huidos de allí, preguntando qué hacían con ellos. A eso de las tres de la tarde se presentaba un coche con milicianos de Canet que felicitaron a los de Sant Joan: Se nos escaparon, pero han vuelto a caer en nuestras manos; y esta vez no se nos escaparán, exultaba El Chep, miliciano del P.O.U.M.
Los misioneros revivían la angustia de su Maestro en el Huerto: Entonces comenzó a sentir espanto y angustiarse mucho, y les dijo: “mi alma siente una tristeza mortal” (Marcos 14,33-34). Así lo describen los miembros de la familia Plana, de la fonda Can Pere Cuc, que les llevaron el desayuno y la comida:
Uno de ellos parecía sonriente. Los demás, más tristes y preocupados. Alguno estaba descalzo y con los pies ensangrentados. Otro rezaba el rosario. Uno que usaba lentes -el P. Abundio - tenía roto uno de los cristales.
El Martirio de los siete Misioneros
A las cuatro de la tarde salían del Comité de Sant Joan Les Fonts, atados de dos en dos por los codos y el último con las manos a la espalda, y les subieron en un autobús requisado a la empresa de transporte Espadaler, que, seguido del coche venido de Canet, tomó la carretera de Besalú, desviándose luego hacia Bañolas. Como a un kilómetro y medio del pueblo de Serinyà, antes de pasar el puente sobre el río Ser, el autobús se detiene ante una caseta en ruinas, y el pelotón de milicianos se sitúa a la orilla del rio.
Uno del Comité de Sant Joan narrará a la vuelta detalles del crimen a la Sra. viuda de Muntada: Primero echamos abajo a cuatro, ordenándoles colocarse de espaldas. ¿Y no se nos enfrenta uno de los tíos, negándose a dar la espalda? Y nos sale diciendo que eso era de cobardes y criminales, y que para ellos el morir por ser curas era una gloria. En esto va otro y les da la bendición. La descarga los dejó fulminados. En cuanto abatimos a aquellos cuatro, bajamos a los otros tres y, sin escuchar más monsergas, los liquidamos junto a los otros.
Olvidaba, obviamente, decir que quien les había hablado tan valientemente -el Padre Antonio Arribas- encabezó el grito de ¡Viva Cristo Rey! , secundado por sus compañeros, que no pudieron terminar, segados por los disparos. Ricardo Claveguera, que trabajaba con su padre en una herrería en la carretera cerca del puente, recuerda que en la tarde del 29 de septiembre de 1936 escucharon unos disparos, y al dirigirse allí les paró un camión en que venían muy asustados unos vecinos de Santa Eugenia de Ter que les dijeron que al pasar por el puente habían visto como unos milicianos iban a fusilar a unos hombres maniatados. Una vez que pasó de vuelta el autocar, se acercaron al puente, y vieron aún calientes los cadáveres alineados en dos filas.
Cruz erigida cerca del río Ser, en el término de Serinyà,
donde cayeron asesinados los siete religiosos.
donde cayeron asesinados los siete religiosos.
Corrobora los hechos Rafael Quintana, labrador que estaba trabajando con José Gassiot en un lugar alto, al otro lado del río, quien declara que: “Vimos detenerse un autocar y cómo sacaban primero a cuatro, atados de dos en dos y los empujaban hacia un ribazo. Acercándonos, oímos una discusión y una descarga, y vimos cómo se desplomaban los cuatro cuerpos a la vez. Después sacaron a otros tres y los pusieron delante de los que habían caído y sonó una segunda descarga. Unos quince hombres subieron al autocar que atravesó el puente hacia el pueblo, y llegó el coche que estaba parado más atrás, del que bajaron cuatro o cinco individuos, que se acercaron a los caídos y les dispararon unos quince tiros de gracia”.
El convoy marchó a Serinyà atravesando las calles con sus ocupantes dando gritos revolucionarios con el puño cerrado en alto. Conocida la siniestra noticia, gente del pueblo y que circulaba por la carretera fueron a ver los cadáveres. Un muchacho tomó de las manos de uno de ellos un crucifijo ensangrentado y se lo escondió en el pecho.
cortesía de Victor in Vinculis
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