La nueva (y fascinante y semiautobiográfica) película del maestro Steven Spielberg es un homenaje doble al cine y a su familia en la que se nutre de sus experiencias de infancia y juventud para contarnos de dónde proviene, de dónde sale esa fascinación por el séptimo arte y cuáles fueron los caminos que le llevaron a emprender una vida consagrada a permanecer detrás de las cámaras.
Su álter ego es Sam Fabelman (Mateo Zoryan de niño, Gabriel LaBelle de adolescente), quien vive junto a sus hermanas, su padre (Paul Dano) y su madre (Michelle Williams) y un amigo al que apodan «tío» (Seth Rogen), como si fuera de la familia, y que sospechosamente está casi siempre con ellos.
Lo que Spielberg nos relata es el camino de heridas y aprendizaje desde que entra al cine a ver su primera película hasta que consigue empleo en una productora para dirigir episodios para televisión, antes de lanzarse a dirigir «El diablo sobre ruedas».
«Las películas son sueños que nunca se olvidan»
El filme comienza con un prólogo maravilloso, en el que el Sam niño tiene miedo de entrar al cine porque le han contado que las personas se ven gigantes en la pantalla. Antes de franquear la puerta del local, su padre le explica la parte técnica (cómo una luz proyecta fotografías a tanta velocidad que nos hace creer que esas imágenes se mueven) y su madre la parte emotiva («Las películas son sueños que nunca se olvidan»).
En esta escena se refleja ya la esencia del largometraje: el hechizo y el descubrimiento de esas 24 imágenes por segundo, las enseñanzas de los adultos y la caracterización de sus tutores. El padre es científico y le transmite enseñanzas técnicas y racionales; la madre es artista y le comunica sentimientos y el romanticismo propio del arte.
Este subtexto es, a mi juicio, el más importante del filme porque así Spielberg nos revela de dónde nacen sus películas: de un equilibrio de contrarios entre arte/corazón y técnica/racionalidad. Es como si el cineasta nos dijera que él proviene de ahí, de esos genes y de esas lecciones y que él es así gracias a su influjo.
Tras ese prólogo, el montaje ofrece unas cuantas secuencias menos impactantes porque se abordan momentos de infancia con toques de comedia ligera y felicidad doméstica. Pero sólo es un cebo porque pronto, en cuanto el niño se convierte en adolescente, la película da un giro hacia el drama y hacia algunos aspectos que vuelven la vida más intolerable (disputas conyugales, secretos familiares, acosadores de instituto, decepciones, cambios de domicilio).
A partir de ahí «Los Fabelman» va creciendo hacia la grandeza, con secuencias difíciles de olvidar como ese montaje de una filmación casera en el que Sam descubre el secreto de su madre y manipula y recorta escenas para que nadie las vea, o el impacto que provoca en los compañeros que le hacen bullying las imágenes que ha escogido para mostrarlos tal y como son, igual que si les pusiera un espejo delante (pero los espejos también deforman).
El cine de Spielberg siempre trata de la mirada: cómo miran sus personajes y qué miran y cómo los miramos nosotros. Es, por ende, un cine que siempre nos involucra.
El conflicto entre el arte y la familia
Además de las lecciones que recibe de sus progenitores, otros personajes aportan su grano de arena. El tío Boris (Judd Hirsch) le advierte que el conflicto entre el arte y la familia le romperá el corazón.
Su primera novia, Monica (Chloe East), una chica ultra católica enamorada de las imágenes de Jesucristo, le enseña que uno no debería proponer matrimonio a edades tan tempranas y con amoríos tan recientes; en estas escenas hay una tendencia hacia lo cómico que, en manos de Spielberg, no resulta ofensivo porque él nunca lo es y tampoco posee la clase de cinismo de quienes intentan hacer daño. Y John Ford, cineasta gruñón y leyenda viva, le da un consejo esencial sobre la filmación del horizonte.
Poco a poco, Sammy aprende que la cámara no sólo sirve para capturar imágenes, sino también para esconderlas en el montaje, para manipular emociones, para desdibujar personajes, para engañar al ojo y a nuestra percepción, para acomodar la realidad a los caprichos de la ficción… Aprende que es un vehículo artístico que puede aterrorizarnos, hacernos reír, conmovernos. Una herramienta que puede salvar a quienes amamos y defendernos de quienes nos odian.
«Los Fabelman» es, también, un monumento hacia su madre, mujer desbocada y entusiasta, deprimida a ratos, de la que vemos tanto sus luces como sus sombras porque es un ser humano y no un personaje de cartón. Luces y sombras que, es obvio, definen el cine.
José Ángel Barrueco, Aleteia
Vea también Familiaris consortio de San Juan Pablo II: Resumen
No hay comentarios:
Publicar un comentario