Daniel Prieto, catholic-link
Una terrible tragedia para el cristianismo ha sido, y será siempre, la separación entre el rito y el símbolo; o para ser más preciso, la tragedia se debe más bien al olvido por parte de los fieles del significado de los símbolos que se realizan durante los diversos ritos. Sí, porque la causa de la fracción no se da sola por arte de magia; esta nace y crece como fruto de nuestra desprovista formación. Alguno podrá objetar que no tiene tiempo para gastar en cuestiones que le competen a los teólogos y sacerdotes, pero esta es una falsa excusa que no nos exculpa. Salvando las distancias de la analogía, es como si alguien practicase un deporte que considera fundamental para su vida y del cual se profesa «fanático», y sin embargo, aseverase que no le interesa mucho, o para nada, conocer bien las reglas, la historia, las renovaciones y problemas en marcha del deporte en cuestión. ¿Quién le creería?
Es evidente, volviendo al ámbito de la fe cristiana, que tarde o temprano el vaciamiento «doctrinal» nos pasará la cuenta generándonos un consecuente vaciamiento «espiritual». Lo que amamos de verdad (pensemos a las personas que amamos o las actividades que realmente nos gustan) lo queremos conocer siempre más y más, incluso en sus pormenores. El desinterés en el fondo es falta de amor sincero (este criterio nos debería llevar a un profundo examen de conciencia). De hecho, regresando a nuestro caso, quien no desea ni busca comprender más el profundo significado de los símbolos que celebra, tiene que cuestionarse para cambiar de actitud. De lo contrario, esto no solo nos llevará a perder toda la riqueza cultural que estos portan consigo, sino, y sobre todo, esterilizará poco a poco nuestra capacidad interior de disponernos espiritualmente para acoger el caudal de gracia que nos comunican efectivamente. Esto es así, porque el rito cristiano exige siempre un grado de participación y cooperación. Para decirlo con San Agustín: Dios «creó sin que lo supiera el interesado, pero no justifica sin que lo quiera él» (Sermón 169, 11.13).
No es mera casualidad que quien no conoce los signos sagrados, acabe por vivir el rito como un mecanismo frío, repetitivo y carente sentido. No es de extrañarse entonces que la misa le parezca «aburrida». ¡Es que no entiende nada de lo que pasa ahí! No es sorprenderse tampoco que tantos tiendan a deformar los ritos buscando adaptarlos a simbologías llamativas que poco o nada tienen que ver con el soplo del Espíritu. Es un tema demasiado delicado como entrar aquí en detalle. Sin embargo, creo que lo que sí podemos concluir con el video de hoy, es que solo a través de la vivencia y del conocimiento profundo de la fe expresada en sus milenarios símbolos, podremos renovar en continuidad nuestras celebraciones litúrgicas. Pues solo conociendo la «forma» de la Iglesia en su Tradición milenaria es que se puede re-formar e in-formar en con-formidad al Espíritu. Tal vez nos sorprendamos al descubrir, entrando en esta dinámica de formación interior, que en realidad el verdadero problema en este momento es que aún no hemos ni siquiera comenzado a comprender y a vivir el alcance de las grandes renovaciones espirituales que hemos heredado (incluso recientemente), porque en el fondo desconocemos la belleza y profundidad del ritual y sus símbolos. Nuestra primera tarea como creyentes es simple y parte de aquí: dediquémosle más tiempo a nuestra formación y renovación en la fe, antes de criticar o proponer nuevas ideas; busquemos profundizar, conocer y vivir mejor lo que ya celebramos cotidianamente, para que de esta manera demos un testimonio contundente y convincente de que «donde esté nuestro tesoro, allí esta también nuestro corazón» (Mt 6,21).
Les dejamos un último pensamiento sobre el significado de la cruz en nuestra vida cotidiana:
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