«¿Qué quieres de mí, mujer?» La kénosis de la Madre de Dios
Raniero Cantalamessa, OFMCap
En las meditaciones continuamos muestro camino, siguiendo las huellas de la Madre de Dios. Tenemos que reconocer que no se habla mucho de María en el Nuevo Testamento, al menos no tan a menudo como esperaríamos, teniendo en cuenta el desarrollo que tuvo en la Iglesia la devoción a la Madre de Dios. Sin embargo, si ponemos atención, nos damos cuenta de una cosa: que María no está ausente en ninguno de los tres momentos constitutivos del misterio de la salvación. De hecho, existen tres momentos muy precisos que, juntos, forman el gran misterio de la Redención. Ellos son: la Encarnación del Verbo, el Misterio pascual y Pentecostés.
La Encarnación es el momento en el que se constituyó la persona misma del Redentor, Dios y hombre, quien, siendo hombre, puede representarnos y luchar por nosotros, y siendo Dios, lo que hace tiene un valor infinito y universal que lo hace capaz de salvar a todos los que se acercan a él. El Misterio pascual es el momento en el cual la persona del Redentor, así constituida —es decir, divina y humana—, realiza la obra decisiva de la salvación, destruyendo el pecado con su muerte y renovando la vida con su resurrección. Por último, Pentecostés es el momento en el cual el Espíritu Santo, viniendo sobre la Iglesia y después, en el bautismo, en cada creyente, actualiza y hace operante en los siglos la redención realizada por Cristo.
Al reflexionar, nos damos cuenta —decía—, de que María no está ausente en ninguno de estos tres momentos fundamentales. Ella no está ausente en la Encarnación que sucedió justamente en ella. María no está ausente en el Misterio pascual, porque está escrito que «junto a la cruz de Jesús estaba su madre» (cf. Jn 19,25). No está ausente en Pentecostés, porque está escrito que el Espíritu Santo vino sobre los apóstoles mientras «permanecían unidos en la oración con María, la madre de Jesús» (cf. Hch 1,14).
Estas tres presencias de María en los momentos claves de nuestra salvación no pueden ser una casualidad. Aseguran un lugar único junto a Jesús, en la obra de la redención. María fue la única entre todas las creaturas en dar testimonio y participar en todos estos acontecimientos.
En esta segunda parte de nuestro camino queremos seguir a María en el Misterio pascual, dejándonos guiar por ella en la comprensión profunda de la Pascua y en la participación en los sufrimientos de Cristo. María nos toma de la mano y nos anima a seguirla en este camino, diciéndonos como una madre a sus propios hijos reunidos: «Vamos también nosotros a morir con él» (Jn 11,16). En el Evangelio, es el apóstol Tomás quien pronuncia estas palabras, pero es María quien las pone en práctica.
Aprendió la obediencia por las cosas que padeció
El Misterio pascual no comienza, en la vida de Jesús, con el prendimiento en el huerto y no dura solo durante la Semana Santa. Toda su vida, desde que Juan Bautista lo saludó como el Cordero de Dios, es una preparación para su Pascua. Según el evangelio de Lucas, la vida pública de Jesús fue toda ella una lenta e inexorable «subida hacia Jerusalén», donde consumaría su éxodo (cf. Lc 9,31). El bautismo en el Jordán fue ya un preludio para la Pascua, porque en él la palabra del Padre reveló a Jesús que sería un Mesías sufriente y rechazado, como el siervo de Dios del cual había hablado Isaías.
Paralelo a este camino del nuevo Adán obediente, se desarrolla el camino de la nueva Eva. También para María el Misterio pascual comenzó desde hacía tiempo. Ya las palabras de Simón sobre el signo de contradicción y sobre la espada que le traspasaría el alma contenían un presagio que María conservaba en su corazón, junto con todas las demás palabras. El «paso» que queremos llevar a cabo en esta meditación es justamente el de seguir a María durante la vida pública de Jesús y ver de qué es figura y modelo en este tiempo.
¿Qué sucede normalmente en un camino de santidad después de que un alma ha sido colmada de gracia, después de que ha respondido generosamente con su «sí» de fe y ha comenzado voluntariosamente a cumplir obras buenas y a cultivar la virtud? ¿Qué sucede después del período de las «gracias iniciales», en el cual a veces casi se toca a Dios con la mano? Viene el tiempo de la purificación y del despojamiento. Viene la noche de la fe. Y veremos, de hecho, que María, en este período de su vida, nos sirve como guía y modelo precisamente en esto: de cómo comportarnos cuando viene en la vida «el tiempo de la poda».
San Juan Pablo II, en su encíclica «Redemptoris Mater», aplica justamente a la vida de la Virgen la gran categoría de la kénosis, con la que san Pablo explicó los acontecimientos terrenos de Jesús: «Cristo Jesús, a pesar de su condición divina, no consideró un tesoro celoso, el ser igual a Dios, sino que se vació (ekénosen) de sí» (Flp 2,6-7). «Mediante la fe —escribe el Papa— María está perfectamente unida a Cristo en su despojamiento… Al pie de la cruz, María participa, mediante la fe, en el desconcertante misterio de este despojamiento»[1]. Este despojarse se consumó al pie de la cruz, pero comenzó mucho antes. Incluso en Nazaret, y sobre todo durante la vida pública de Jesús, ella avanzaba en la peregrinación de la fe. No es difícil notar ya entonces «un cansancio particular del corazón, unido a una especie de noche de la fe»[2].
Todo esto hace de los acontecimientos de María algo extraordinariamente significativo para nosotros; restituye María a la Iglesia y a la humanidad. Debemos tomar nota con alegría de un gran progreso que se ha realizado en la devoción a la Virgen, en la Iglesia católica, y del cual quien ha vivido a caballo del Concilio Vaticano II puede darse cuenta fácilmente. En primer lugar, la categoría fundamental con la que se explicaba la grandeza de la Virgen era la del «privilegio» o exención.
Se pensaba que María había sido eximida no sólo del pecado original y de la corrupción (que son privilegios definidos por la Iglesia con los dogmas de la Inmaculada y de la Asunción), sino que en esta línea se pensaba también que María había estado exenta de los dolores del parto, del cansancio, de la duda, de la tentación, de la ignorancia y, finalmente, lo más grave, también de la muerte. De hecho, para algunos María habría sido elevada al cielo sin haber tenido que pasar por la muerte.
Estas cosas —se razonaba— son consecuencias del pecado, pero María no tenía pecado. No se daban cuenta de que, de este modo, en lugar de «asociar» a María a Jesús, se la disociaba completamente de él, que, sin tener pecado, quiso experimentar a favor nuestro todas estas cosas, es decir: fatiga, dolor, angustia, tentaciones y muerte. Todo esto se reflejaba en la iconografía de la Virgen, es decir, en el modo en el que se representaba a la Virgen en estatuas, pinturas e imágenes: una criatura, en general, desencarnada e idealizada, bella con una belleza a menudo toda humana, y que toda mujer desearía tener, una Virgen, en definitiva, que parecer haber rozado apenas la tierra con la punta de los pies, nacida en el mundo solo para «mostrar el milagro».
Ahora bien, la categoría fundamental con la que después del Concilio Vaticano II intentamos explicar la santidad única de María no es tanto la del privilegio, cuanto la de la fe. María caminó, es más, «progresó» en la fe[3]. Esto no disminuye, sino que acrecienta desproporcionadamente la grandeza de María. La grandeza espiritual de una criatura delante de Dios, en esta vida, no se mide tanto por lo que Dios le da, cuanto por lo que Dios le pide. Y veremos que a María Dios le pidió mucho, más que a cualquier otra criatura, más que al mismo Abraham.
En el Nuevo Testamento encontramos palabras fuertes de Jesús. «No tenemos un sumo sacerdote que no sepa compadecerse de nuestra debilidad, ya que, como nosotros, ha sido probado en todo excepto en el pecado» (Heb 4,15); «Aunque era hijo, aprendió sufriendo a obedecer» (Heb 5,8). Si María siguió al Hijo en la kénosis, estas palabras, con las debidas proporciones, se aplican también a ella y constituyen la verdadera clave de comprensión de su vida. María, siendo la madre, aprendió la obediencia por las cosas que padeció.
¿Acaso Jesús no era lo suficientemente obediente en la infancia o no sabía lo que es la obediencia, que tuvo que aprender a conocerla «por las cosas que padeció» después? No; aprender tiene aquí el sentido concreto de experimentar, saborear. Jesús ejercitó la obediencia, creció en esa gracia con las cosas que padeció. Se necesitaba una obediencia cada vez más grande para superar resistencias y pruebas cada vez más grandes, hasta la suprema prueba de la muerte.
También María aprendió la fe y la obediencia; creció en ellas gracias a las cosas que padeció, para que nosotros podamos decir de ella, con toda confianza: no tenemos una madre que no sepa compadecerse con nuestras enfermedades, nuestro cansancio, nuestras tentaciones, habiendo sido ella misma probada en todo a semejanza de nosotros, a excepción del pecado.
María durante la vida pública de Jesús
En los evangelios, hay menciones a la Virgen que en el pasado, en el clima dominado por la idea de privilegio, creaban un cierto malestar entre los creyentes y que ahora, en cambio, nos aparecen como hitos en este camino de fe de María, que, por eso, no tenemos ningún motivo para dejarlas deprisa de lado o suavizarlas con explicaciones convenientes. Pasamos a reseñar brevemente estos textos.
Partimos del episodio de Jesús perdido en el templo (cf. Lc 2,41ss). Lucas, destacando que Jesús fue encontrado «después de tres días», quizás ya alude al Misterio pascual de muerte y resurrección de Cristo. En todo caso, es cierto que esto fue el inicio del misterio pascual de despojamiento para la Madre. ¿Qué escuchó que le decía después de haberlo encontrado? «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo estar en las cosas de mi Padre». Una madre podría entender qué sentía en el corazón María con esas palabras. ¿Por qué me buscabais? Aquellas palabras ponían entre Jesús y ella una voluntad diversa, infinitamente más importante, que hacía pasar a según plano toda otra relación, incluso la relación filial con ella.
Sigamos adelante. Encontramos una mención a María en Caná de Galilea, justo en el momento en que Jesús está comenzando su ministerio público. Conocemos los hechos. ¿Qué respondió Jesús a María, a su discreta petición de intervención? «¿Qué quieres de mí, mujer?» (Jn 2,4). Cualquiera que sea el modo en que se quieran explicar estas palabras, éstas tienen un sonido duro, mortificante; parecen poner nuevamente una distancia entre Jesús y su Madre.
Los tres Sinópticos nos refieren este otro episodio sucedido durante la vida pública de Jesús. Un día, mientras Jesús intentaba predicar, llegaron su Madre y algunos parientes para hablarle. Quizás la Madre se preocupaba, como es muy natural en una madre, de su salud, porque poco antes está escrito que Jesús no podía siquiera comer a causa del gentío (cf. Mc 3,20). Notemos un detalle. María, la Madre, debe mendigar incluso el derecho de poder ver al Hijo y hablarle. Ella no se abre camino entre la multitud haciendo valer el hecho de que era la madre. Por el contrario, se quedó afuera a la espera y otros se dirigieron a Jesús para decirle: «Fuera está tu madre que quiere hablarte». Pero lo importante, también aquí, es la palabra de Jesús que está ahora y siempre en la misma línea. «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» (Mc 3,33).
Conocemos ya la respuesta que sigue. Intentemos ponernos en el lugar de María —por ejemplo, podría ser la madre de un sacerdote— e intuiremos la humillación y el sufrimiento que había para ella en esas palabras. Sabemos hoy que en esas palabras está contenido un elogio más que un reproche para la madre; pero ella no lo sabía, al menos en ese momento. En ese momento, sólo existía la amargura de un rechazo. No se dice que Jesús después saliera para hablarle; probablemente María tuvo que alejarse, sin haber podido ver al hijo ni hablarle.
Otro día —narra san Lucas— una mujer, entre la multitud, exclamó con entusiasmo hacia Jesús: «¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!» Era uno de esos cumplidos que bastan por sí solos para hacer feliz a una madre; pero María, si estaba presente o si se enteró, no pudo detenerse largo tiempo en estas palabras y gozarlas, porque Jesús se dio prisa en corregir: «¡Dichosos, más bien, los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen!» (Lc 11,27-28).
Un último detalle en esta línea. San Lucas habla, en un cierto momento de su evangelio, de las «seguidoras femeninas de Jesús», es decir, de un cierto número de mujeres piadosas —de las cuales incluso da el nombre— que había sido beneficiadas por parte de Jesús y que «le atendían con sus bienes» (cf. Lc 8,2-3), es decir, cuidaban de las necesidades materiales suyas y de los apóstoles, como preparar una comida, lavar o remendar ropa. ¿Dónde está aquí lo que se refiere a María? Es que entre estas mujeres no figura la madre y todos saben cuánto desearía una madre ser ella la que cuidara estos servicios pequeños del hijo, especialmente si está consagrado al Señor. Es el sacrificio total del corazón.
¿Qué significa todo esto? Una serie de hechos y palabras tan precisas y coherentes no pueden ser sólo una coincidencia. María tuvo que pasar también ella por la kénosis. La kénosis de Jesús consistió en el hecho de que, en lugar de hacer valer sus derechos y sus prerrogativas divinas, se despojó de ellas, asumiendo el estado de siervo y pareciendo en el exterior un hombre como los demás. La kénosis de María consistió en el hecho de que, en lugar de hacer valer sus derechos como madre del Mesías, se dejó despojar de ellos, apareciendo delante de todos como una mujer igual a las otras.
La cualidad de Hijo de Dios no sirvió para ahorrarle a Cristo alguna humillación y, del mismo modo, la cualidad de Madre de Dios no le sirvió a María para ahorrarle algunas humillaciones. Jesús decía que la Palabra es con lo que Dios poda, limpia y pela los sarmientos: «Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he dicho» (Jn 15,3), y semejantes fueron las palabra que dirigió a la Madre. ¿Habrán sido quizás justamente estas Palabras la espada que, según Simeón, un día traspasarían su alma?
La maternidad divina de María era también, y ante todo, una maternidad humana; tenía un aspecto también «carnal», en el sentido positivo de este término. Jesús era su hijo carnal, como se dice que son hermanos carnales dos hijos nacidos de la misma madre. Ese Hijo era su hijo, era su única riqueza, su único apoyo en la vida. Sin embargo, ella tuvo que renunciar a todo lo que humanamente exaltaba su vocación. Su propio hijo la puso en condición de no poder sacar de su maternidad ninguna ventaja terrena. Una vez iniciado su ministerio y después de haber dejado Nazaret, Jesús no tuvo dónde reposar la cabeza y María no tuvo dónde posar el corazón.
A su pobreza material, que ya era muy grande, María agrega también la pobreza espiritual, en su grado más alto. Dicha pobreza de espíritu consiste en dejarse despojar de todos los privilegios, de no poder aprovecharse de nada, ni en el pasado ni el futuro: ni de revelaciones, ni de promesas, como si no le pertenecieran y no hubieran tenido nunca lugar. San Juan de la Cruz llamó a esto la «noche oscura de la memoria» y, al hablar de ello, hace mención explícita de la Madre de Dios[4]. Consiste en olvidarse —o mejor dicho, en no poder recordar, ni siquiera queriéndolo— del pasado, y estar únicamente inclinado a Dios, viviendo en pura esperanza. Es la verdadera y radical pobreza de espíritu que sólo es rica de Dios y, también esto, solo en esperanza. Pablo lo llama vivir «olvidándome de lo que queda atrás» (Flp 3,13).
Jesús se comportó con la Madre como un director espiritual lúcido y exigente que, habiendo vislumbrado un alma excepcional, no le hace perder el tiempo, no la deja detenerse en lo bajo, entre sentimientos y consolaciones naturales, sino que la arrastra, siendo él también santo, en una carrera sin tregua hacia el despojamiento total, de cara a la unión con Dios. Enseñó a María la renuncia de sí misma. Jesús dirige a todos sus seguidores de todos los siglos, con su Evangelio, pero a la Madre la dirigió a viva voz, en persona.
Él con una mano se dejaba conducir por el Padre, mediante el Espíritu, donde quería: al desierto para ser tentado, al monte para ser transfigurado, al Getsemaní para sudar sangre… «Yo hago siempre lo que le agrada» (Jn 8,29). Con la otra mano, Jesús conduce a la Madre en la misma carrera a hacer la voluntad del Padre.
María discípula de Cristo
¿Cómo reaccionó María a esta conducta del Hijo y de Dios mismo en relación a ella? ¿Cómo se comportó? Probemos a releer los textos recordados, quizá con lupa. Constataremos una cosa: nunca la más mínima mención de conflicto de voluntad, de réplica o de autojustificación por parte de María; ¡nunca una intención de hacer cambiar de decisión a Jesús! Docilidad absoluta.
Aquí aparece la santidad personal única de la Madre de Dios, la maravilla más alta de la gracia. Para darse cuenta, basta hacer alguna comparación. Por ejemplo, con san Pedro. Cuando Jesús le hizo entender a Pedro que en Jerusalén le esperaba rechazo, pasión y muerte, él «protestó» y dijo: No, Señor, esto no puede suceder, ¡no debe suceder! (cf. Mt 16,22). Se preocupaba por Jesús, pero también por él mismo. María no.
María callaba. Su respuesta a todo era el silencio. No un silencio de repliegue o de tristeza, ya que existe también un silencio que dentro, donde sólo Dios oye, es un estruendo del hombre viejo. El de María fue un silencio bueno. Se ve en Caná de Galilea, donde, en lugar de mostrarse ofendida, entiende, en la fe, y quizás desde la mirada de Jesús, que puede hacerlo y dice, pues, a los servidores: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). Incluso cuando —después de aquellas duras palabras de Jesús reencontrado en el templo— se dice que María no entendía, está escrito que ella callaba y «guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,51).
El hecho de que calle no significa que para María todo es fácil, que no debe superar luchas, fatigas y tinieblas. Ella estuvo exenta del pecado, no de la lucha y del «cansancio de creer». Si Jesús tuvo que luchar y sudar sangre, para llevar su voluntad humana hasta el punto de adherirse plenamente a la voluntad del Padre, ¿es acaso sorprendente que haya tenido que «agonizar» también la Madre? Sin embargo, algo es cierto; que María no habría querido, por nada del mundo, volverse atrás. Cuando se pregunta a ciertas almas, conducidas por Dios por caminos parecidos, si quieren que se rece para que todo termine y vuelva a ser como un tiempo atrás, por muy contrariados que estén y a veces en el borde de la aparente desesperación, se apresuran a responder en seguida; ¡no!
Después de haber contemplado a la madre de Cristo, contemplamos, pues, ahora a la discípula de Cristo. A propósito de la palabra de Jesús: «¿Quién es mi madre?... El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3,33-35), san Agustín comenta: «¿No hizo acaso la voluntad del Padre la Virgen María, la cual por fe creyó, por fe concibió, fue elegida para que de ella naciera la salvación para nosotros entre los hombres, y fue creada por Cristo antes de que Cristo fuera creado en su seno? Santa María hizo la voluntad del Padre y la hizo enteramente; por eso, vale más para María haber sido discípula de Cristo que Madre de Cristo. Vale más, y es una prerrogativa más feliz, haber sido discípula que Madre de Cristo. María era feliz, ya que, antes de dar a luz al Hijo, llevó en el vientre al Maestro… Por esto también María fue dichosa, porque escuchó la Palabra de Dios y la puso en práctica»[5].
«Corporalmente, María es sólo madre de Cristo, pero espiritualmente es su hermana y madre»[6].
La misma explicación da uno de los padres de la Reforma, el cual, refiriéndose al mismo texto evangélico, donde Jesús dice: «¿Quién es mi madre?», escribió: «Con esto no tuvo la intención de renegar de su madre, sino mostrar el significado escondido de las cosas que ella hizo. Ella recibió la palabra de Dios y, del mismo modo, quien escucha su palabra recibirá el Espíritu de Dios. Ella concibió como una virgen pura y, del mismo modo, quien considera la palabra de Dios, la observa y se nutre de ella, dará frutos maravillosos»[7].
Entonces, ¿debemos pensar que la vida de María fue una vida hecha de una aflicción continua, una vida triste? Al contrario. Al juzgar, por analogía, por lo que sucede en los santos, debemos decir que, en este camino de despojamiento, María descubría día a día una alegría nueva respecto de las alegrías maternas de Belén o de Nazaret, cuando estrechaba a Jesús en su pecho y Jesús se estrechaba a su pecho. Alegría de no hacer la propia voluntad. Alegría de creer. Alegría de dar a Dios lo más precioso para él, desde el momento en que, también respecto de Dios, hay más alegría en dar que en recibir. Alegría de descubrir un Dios, cuyos caminos son inaccesibles y cuyos pensamientos no son nuestros pensamientos, pero que en esto precisamente se da a conocer por lo que es: Dios, el tres veces Santo.
Una gran mística, santa Ángela de Foligno, que había tenido experiencias análogas, habla de una alegría especial, al límite de la posibilidades humanas de comprensión, que llama la «alegría de la incomprensibilidad» (gaudium incomprehensibilitatis). Esta alegría consiste en entender que no se puede entender, pero que un Dios entendido ya no sería Dios. Esta incomprensibilidad, en lugar de tristeza, genera alegría, ¡porque hace ver que Dios es todavía más rico y más grande de lo tú logres comprender y que es «tu» Dios! Esta es la alegría que los santos tienen en el cielo y que la santísima Virgen tuvo, de modo diverso, sin tener la experiencia de la patria, desde esta vida[8].
Aquí es el momento de recordar que no tenemos una Madre que no sepa compadecerse de nuestras enfermedades, al haber sido probada, ella misma, en todo, a semejanza nuestra, excepto en el pecado. Recurramos, pues, a ella y digámosle con sencillez: María ayúdanos a no hacer nuestra voluntad; haz que también nosotros descubramos la alegría nueva de dar algo valioso a Dios, mientras estamos en esta vida.
Ahora que está glorificada en el cielo junto al Hijo, María puede extender su mano materna sobre nosotros y conducirnos también a nosotros, detrás de sí, diciendo, son más razón que el Apóstol: «Sed mis imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1 Cor 11,1).
[1] Juan Pablo II, Encíclica Redemptoris Mater 18: AAS 79 (1987) 382s.
[2] Ibidem, 17
[3] Lumen gentium, 58.[4] San Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo III, 2, 10.[
5] San Agustín, Discurso 72 A (=Denis 25), 7: Miscellanea Agostiniana, I, 162.
[6] San Agustín, La santa virginidad, 5-6: PL 40, 399
[7] H. Zwinglio, Scritti teologici e politici (Claudiana, Turín 1985) 98.
[8] Il libro della Beata Angela da Foligno, Istr. III (Quaracchi, Grottaferrata 1985) 468.
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