Siroki-Brijeg se encuentra en Bosnia-Herzegovina, al noroeste de Mostar, formado con esta ciudad y con Medjugorje un triángulo prácticamente equilátero. Está a 25 km de esta localidad, y de hecho comparten algunas actividades, pues la ciudad acoge un importante monasterio franciscano consagrado a la Asunción de Nuestra Señora.
Con 26.000 habitantes, esta ciudad ostenta un benéfico récord: es la única del mundo en la que no existe el divorcio. No porque lo prohíban las leyes, que son las mismas que en el resto del país y, como casi todas en el mundo, lo permiten. Simplemente, no ha sucedido, al menos en la memoria de quienes viven ahora en ella.
Hay varias explicaciones. Una, que casi la totalidad de la población es de origen croata, lo que vale decir que casi el cien por cien son católicos. Los serbios ortodoxos y los mahometanos no pasan de unas decenas. Además, históricamente es una región acostumbrada a defender esa fe contra enemigos poderosos, como los turcos primero y los comunistas después.
Una plaza en Siroki-Brijeg.
Pero la fundamental es que las gentes del lugar han convertido en
motivo de honor local la indisolubilidad del matrimonio: "Sin romanticismos,
ni falsas expectativas, ni ilusiones", subraya Plinio Maria Solimeo,
sino entendiendo que "en este valle de lágrimas todo el mundo tiene sus
defectos y no hay comprensión mutua sin una mutua práctica de la paciencia".
Una ceremonia de valor trascendente
Esta convicción se ha plasmado en una costumbre que vincula
íntimamente cada matrimonio con la Cruz, según recoge el blog
Catholicism Pure & Simple. Cuando los novios entran en la iglesia
para casarse, lo hacen portando un crucifijo.
El sacerdote lo bendice, pone la mano derecha de la novia sobre la Cruz
y la mano derecha del novio encima, y las cubre con la estola. Pero en
vez de decirles palabras almibaradas sobre la pareja ideal que han
encontrado para compartir sus vidas, les dice la verdad: "¡Habéis
encontrado vuestra Cruz! Es una Cruz que debéis amar y
llevar con vosotros. No debéis rechazarla. Aprended a quererla".
Tras pronunciar sus votos matrimoniales, los nuevos esposos no se
dan un beso a imitación de las películas, lo que besan es la cruz, que
luego situarán en un lugar de honor en su nuevo hogar para mostrar su
convicción de que de ella nacerá su familia y que ella les conducirá al cielo.
Muchos conservan también la costumbre de arrodillarse ante ella para
pedirle fortaleza en los momentos difíciles y enseñan a sus hijos a adorarla
como una institución familiar que consagra el hogar, y van aprendiendo a
juzgar la vida con espíritu sobrenatural.
Unos seguirán estos patrones mejor y otros peor, pero lo cierto es que
en Siroki-Brijeg, desde que hay memoria, los matrimonios duran el tiempo
para el que se contrajeron: hasta que la muerte los separe.
ReL
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