¿Podemos decir que la filosofía ha tocado su fin? Muchos se hacen la pregunta y aquí te ofrecemos una respuesta
Hoy asistimos continuamente a una filosofía del progreso, del cambio por el cambio, del movimiento perpetuo como explica F.-X. Bellamy en su maravilloso libro Permanecer, una visión que “ha provocado una especie de alucinación colectiva que nos hace ver el futuro allí donde se nos indica”. Esta perspectiva del tiempo como una flecha nos hace repetir el mantra que ya acuñara la revolución de mayo del 68: “Corre, camarada, el viejo mundo va detrás de ti!”.
Así, la tradición filosófica que nos ha conformado queda atrás, renegando del pasado en pos de un porvenir que nos exhorta a caminar, a correr, a vencer todo tipo de resistencias arcaicas que solo cierran el presente en un sinfín de esclavitudes. Hay que salir corriendo, porque el presente es el desierto y el futuro -la playa- está bajo los adoquines.
Asistimos además al auge de la realidad virtual como un fenómeno imparable: los big data, el transhumanimo, el Metaverso y los hologramas que nos inmortalizarán. La era digital y sus continuos ataques a la sabiduría que durante tantos siglos hemos atesorado, parecen clamar que la filosofía ha perdido la batalla.
Sin embargo, si la filosofía la ha perdido, también el hombre, y el mundo tal y como lo concebimos y como deseamos que lo reciban nuestros herederos.
¿Podemos decir que la filosofía ha tocado su fin? En absoluto.
Aunque apenas nos quede su esqueleto, hoy más que nunca, es posible comenzar de nuevo. No todo está perdido. En un mundo dominado por la opinión fácil y por su camuflaje a través de la tecnología, donde la posverdad es el alimento de políticos y opinadores de turno, el filósofo ha de tener el “coraje intelectual” (von Hildebrand) de formular de nuevo la pregunta por la realidad.
La crisis de la realidad sigue siendo el problema de nuestro tiempo, como ya anunciara María Zambrano hace más de medio siglo. Por ello el filósofo necesita recuperar el sentido de la realidad, una realidad que no quede abandonada a la inercia de eslóganes futuristas.
Que la búsqueda de una vida sin límites, sin muerte y sin sufrimiento, no nos haga olvidar la belleza de este mundo, de los bienes recibidos, del hogar que hemos hecho habitable a fuerza de amor y sacrificio, de los lazos que nos unen a los hombres de nuestro tiempo y de todos los tiempos.
Más presente que nunca
La filosofía sigue estando más presente que nunca, porque nos ayuda a pensar en qué mundo queremos vivir. Nos ayuda a preguntarnos hacia dónde vamos con más intensidad que nunca, y hacerlo desde la pregunta también crucial: de dónde venimos, pues sin guía, “la mente encuentra una pseudo libertad sustituto de la libertad verdadera: la libertad de vagar por su cuenta extra muros de esa ciudadela que es lo real” (M. Zambrano).
Puede que el Metaverso, como gustan ahora llamar los facebookianos, se convierta pronto en un nuevo paradigma, en un cambio profundo en nuestras creencias más arraigadas. Sin embargo pocos se han parado a reflexionar: ¿queremos este cambio? ¿deseamos abrazar esta novedad sin más? ¿qué bienes perderemos con ello? ¿Queremos un Internet encarnado que nos haga perder el sentido “real” de la carnalidad?
¿Huimos?
Este deseo de crear otro mundo paralelo al nuestro solo muestra el ansia del hombre posmoderno por huir de la verdadera realidad. La avidez de futuro nos lleva a huir del presente, nos hace rechazar la vida y amarla como es. La gran mentira del optimismo en el progreso solo lleva a la insatisfacción constante y al rechazo de todo cuanto se nos pone delante como un bien que requiere de nuestra protección y cuidado.
Con todo, esta no es más que una de las consecuencias de un tipo de filosofía que tiene los días contados. La posmodernidad, el caos anunciado, la hipertrofia de las múltiples interpretaciones de lo real que en espiral no llevan a ningún sitio, siguen mostrando que el mundo está agonizando, que hace aguas por todas partes, y que no encontramos, porque no queremos, caminos por los que transitar y hacer vividera la vida. ¿Hacia dónde vamos? Nadie lo sabe, pero anunciamos con porfía nuevos retos tecnológicos ciegos ante sus riesgos y sin saber si merecerán la pena.
Huimos, huimos desde hace mucho tiempo corriendo en pos de nada. Nada sabemos y nada sabremos, lo importante es correr, avanzar hacia el futuro. Así nos encontramos en medio de un océano, pero sin faro, sin puntos de referencia. Y sin tierra que avistar, nuestras brazadas en medio del mar pronto se encontrarán exhaustas y no resistirán a la corriente del flujo líquido.
¿Nos conformamos con vivir?
Naturalmente solo si escondemos las preguntas del corazón. Nos contentamos con huir aunque ni siquiera sepamos de qué o de quién huimos.
Nunca la filosofía fue tan urgente y necesaria como en nuestro tiempo. Queremos que todo cambie, que todo fluya, que todo se transforme. Huimos del hogar, revocamos las verdades eternas, deconstruimos nuestra identidad, todo para así continuar en movimiento, sin tener ni querer un punto de llegada, de tal modo que nos movemos sin saber por qué cambiamos corriendo el riesgo así de no cambiar en realidad nada (Bellamy).
Para ello la filosofía debe hacernos salir del cálculo al que nos aboca el movimiento perpetuo y pararnos, en una atención contemplativa, que rescate el valor de los bienes presentes que permanecen como condiciones necesarias en nuestra Odisea, una aventura donde el sentido del viaje lo da el regreso a casa y no el progreso.
No hay un salir de sí que no suponga al cabo y en último término, un regreso al principio, donde todo se hizo nuevo, donde nos espera la verdad que somos, la que siempre fuimos, incluso olvidada y lejana en un punto de ese camino en perpetuo movimiento que recorremos.
¿Qué necesita la filosofía?
La filosofía necesita encontrar su Ítaca (Bellamy, de nuevo), necesitamos saber que existe una meta, un lugar sin el cual todo nuestro viaje es en vano. Igual que Ulises encontró su Ítaca en el abrazo de reconocimiento de su esposa Penélope, como un náufrago que encuentra al fin tierra firme, así en nosotros todo camino filosófico y humano está destinado al fracaso sin ese punto de certeza, que es el amor y la nostalgia por la realidad.
Hoy, día mundial de la Filosofía, aprendamos a amar la realidad, la Ítaca a la que apunta nuestra verdadera aventura filosófica y humana. En eso consiste nuestro amor a la sabiduría, y si no podemos llegar a la sabiduría, quedémonos con el Amor si es que, con la expresión que gusta usar mi amigo Manuel Ballester, colaborador habitual de Aleteia, «una y otro no son lo mismo».
Feliciana Merino Escalera, Aleteia
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