-Le voy a dar unos consejos, mi querido amigo, porque ha perdido usted muchas oportunidades de hablar de Dios a personas conocidas y no tan conocidas, a vecinos y familiares, a los amigos y a los enemigos.
El monje ha aparecido vestido de monje en el jardín de la parroquia. Las flores alaban a Dios con sus colores y su perfume, y el verde de los árboles canta a la esperanza. Yo no sé de dónde ha salido el monje.
-En primer lugar, simplemente, hable de Dios. Diga, por ejemplo: Dios existe y te ama. Te ama tanto que Jesús, que es Dios, dio su vida por ti. Es suficiente. Es una Verdad de Fe. Por lo tanto, es una palabra de Vida. Por lo tanto, actúa por sí misma una vez ha sido sembrada en el alma de quien la ha escuchado.
-Pero, si digo eso, se van a reír de mí. O me van a insultar. O me van a despedir con malos modos. O me van a decir que me vaya con ese cuento a otro. O se van a meter con los curas, con la Iglesia y con las riquezas del Vaticano.
-Mejor.
-¿Mejor? ¿Cómo que mejor?
El monje suspira. Eleva sus ojos al cielo. Pasea, después, la mirada por las flores del jardín y termina observándome compasivo.
-Mejor si se burlan de usted. La palabra de Verdad y de Vida que usted ha sembrado tiene tal poder que actuará, ya se lo he dicho. Porque todos vivimos en esa Verdad y en esa Vida. Recuerde a San Pablo: “En Él somos, nos movemos y existimos”. Su interlocutor también, naturalmente. Y, convénzase, Dios obrará más bien en su alma y en la del otro con esa vergüenza suya de revelarle –y con el consiguiente oprobio-, que si usted hubiera convencido con maravillosos argumentos a lo Chesterton: su soberbia crecería hasta límites infernales. Y Dios no le quiere a usted en el infierno.
-Entonces, ¿solo tengo que hablar de Dios?
-Solo. Pobremente. Esperando el rechazo y la burla. Y la agresión, quizás. Así han actuado los santos. A esto se le llama tener Fe en la Palabra. Y no en la buena figura de usted, claro. Y en su “maravillosa” capacidad dialéctica. Y en su rebuscada oratoria. Moisés o Jeremías eran tartamudos. Y san Pablo reconoce que no hablaba muy bien, “insignificante” se llama a sí mismo cuando se compara con la energía que, por la Gracia de Dios, transmiten sus cartas.
-Pero es que yo soy un gusano cobarde y comodón.
-Como los apóstoles. Nada raro. Usted no es más cobarde que Santo Tomás Moro o Santa Juana de Arco. Usted es un vanidoso que no confía en el Espíritu. “Mis palabras son Espíritu y Vida”. No es usted el que actúa, es Él. Coincide que Él es, recuerde: Él es, la Palabra. Eterna, omnipotente.
-Yo...
-¿Lo ve? “Yo”. Es lo primero que dice usted: yo. Cuando debería ser lo último. Destierre la palabra “yo” de su vocabulario. Olvídala. Olvídese de usted.
Y el monje se acerca a unas rosas blancas. Y las acaricia y las huele. Y sonríe.
-A nadie se le ocurrirá fabricar el robot de una rosa. No sirve para nada y remite al Paraíso. Satán no quiere ver una flor ni siquiera virtual. Las flores podrían salvarles. Pero dudo de que sus contemporáneos caigan en ello.
-Para eso está usted.
-Pobre de mí. No me ven.
-¿No?
-No. Mire: se acerca el párroco. Se cree que está usted loco porque habla solo. Y tiene que cerrar la parroquia para ir a comer.
El monje se pierde detrás del olivo y del ciprés. Y ya no lo veo más.
-Dios le ama, mosén.
El monseñor menea la cabeza, me agarra por el brazo y me acompaña a la salida.
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