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jueves, 30 de enero de 2020

¿Dios tiene que cumplir mis deseos o yo los suyos?

Desconfiar quita esperanza, la obediencia en cambio libera


Hacer mi propia voluntad es lo que más deseo. Hacer lo que yo quiero, no someterme a la voluntad de los otros. Cuesta tanto la obediencia cuando pienso que yo seguiría mejor otros caminos o haría cosas distintas… Pero la obediencia a Dios calma todas mis ansias y me libera de los miedos.
¿Estoy aquí para hacer la voluntad de Dios? Decía santa Teresa de Jesús:
“Y cómo de un alma que está ya determinada a amaros y dejada en vuestras manos, no queréis otra cosa, sino que obedezca y se informe bien de lo que es más servicio vuestro, y eso desee”.
Mi alma quiere hacer la voluntad de Dios.  No siempre lo logra. ¿Soy yo uno de esos cristianos acostumbrados a amar a Dios sólo mientras Él cumple sus deseos? ¿Soy de esos que luego se molestan y alejan cuando las cosas son diferentes?
¡Cuántas personas pierden esa fe que parecía tan sólida cuando la realidad no es la que esperaban!
Quieren seguir sus caminos y se alejan de Dios temiendo que les pida lo que no desean. O huyen cuando no se cumple lo que esperan.
Pierden su fe tan inmadura. Dejan de alabar, de agradecer, de creer. Desconfían de ese Dios que dice amarlos con locura y permite tanto dolor.
Pierden la esperanza en un mundo mejor, en un tiempo bendecido. No se sobreponen a las cruces que conlleva amar, vivir, dar la vida.
Esa fe en Dios tan débil suele estar en relación con una fe muy pobre en los hombres. Lo que les sucede con Dios les sucede también en sus relaciones humanas.
Les cuesta renunciar a sus propios caminos. No les gusta otra voluntad que no sea la suya. Y a menudo no se dan cuenta de su tendencia a no acoger la voluntad de los demás.
¿Me sucede a mí lo mismo? Deseo tanto que se cumplan todos mis sueños que no estoy abierto a lo que los demás desean y me piden.
Hay personas obsesionadas con hacer siempre lo que ellos quieren. Desean que se cumplan sus planes y no otros. Mueven los hilos para que se hagan realidad sus deseos y los demás hagan lo que ellos quieren.
No se dan cuenta. Viven diciendo que siempre hacen lo que los demás desean. ¿Se autoengañan? Tal vez no se ven a sí mismos como en verdad son. No tienen una mirada sana sobre su corazón.
Puede que yo sea igual. Me da miedo hacer lo mismo que ellos.Deseo hacer las cosas a mi manera. Me falta libertad para ceder, para renunciar a mi orgullo, para abrirme a otros caminos posibles.
Necesito un corazón más dócil. San Agustín comenta:
“¿Pues qué cosa es la miseria del hombre sino padecer contra sí mismo la desobediencia de sí mismo, y que, ya que no quiso lo que pudo, quiera lo que no puede?”.
Lo que no me hace bien, lo que no me construye, es lo que acabo haciendo al no obedecer a Dios. Y me dejo llevar por mis pasiones. Me debilito en mi fuerza de voluntad.
Sé que necesito aprender a obedecer. Es lo que me construye por dentro. Renunciar a mis deseos por amor a los deseos de Dios. Comenta el padre José Kentenich al hablar de los jóvenes con los que comenzó a trabajar siendo un joven sacerdote:
“La tarea consistía en canalizar el afán de conquista que subyacía en la rebelión, y atarlo al carro de la obediencia. Había que señalar que la obediencia no equivalía a debilidad, sino que suponía una fuerza mayor, cumbre de una sana energía; que suponía señalar que, en el caso de los jóvenes, dominar los instintos significaba un pleno desarrollo de las fuerzas la obediencia”.
Cuando obedezco no me vuelvo débil. Me hago más fuerte. Acojo los deseos de aquel que sabe mejor que yo lo que me conviene. Aunque no lo entienda ni desee.
Obedezco y no me equivoco. Asumo un deseo de Dios que se manifiesta en personas, en sucesos o dentro de mi alma en una moción del Espíritu. Esa forma de vivir obedeciendo me hace más de Dios, más niño.
La desobediencia constante me vuelve caprichoso y lábil. Querer que siempre se haga lo que yo quiero acaba siendo algo enfermizo y me aleja de las personas, me debilita. Nadie quiere compartir la vida con personas caprichosas, y volubles.
Obedecer es una actitud que me sana. Obedezco y avanzo en el camino de la vida, en mi madurez. Me hago más niño, más hijo, más dócil.
Me gusta esa forma de ver la vida. Quiero seguir los caminos de Dios. Hacer lo que otros me piden. Renunciar a lo mío por amor a los demás.
No es fácil esa actitud que me cambia por dentro. La obediencia a lo que no comprendo ni comparto. Es una actitud que es madura y grande, no sumisa. Le pido a Dios que me haga más hijo suyo. Que me desprenda de mi orgullo enfermizo y me haga más humilde.
Carlos Padilla Esteban, Aleteia





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