Invitamos a los matrimonios y a personas interesadas en una familia feliz, a leer y asimilar pasajes de la Exhortación pontifical 'Amoris laetitia' del Papa Francisco.
La
transformación del amor
163. La prolongación de la vida hace que se produzca algo
que no era común en otros tiempos: la relación íntima y la pertenencia mutua
deben conservarse por cuatro, cinco o seis décadas, y esto se convierte en una
necesidad de volver a elegirse una y otra vez. Quizás el cónyuge ya no está
apasionado por un deseo sexual intenso que le mueva hacia la otra persona, pero
siente el placer de pertenecerle y que le pertenezca, de saber que no está
solo, de tener un «cómplice», que conoce todo de su vida y de su historia y que
comparte todo. Es el compañero en el camino de la vida con quien se pueden
enfrentar las dificultades y disfrutar las cosas lindas. Eso también produce
una satisfacción que acompaña al querer propio del amor conyugal. No podemos
prometernos tener los mismos sentimientos durante toda la vida. En cambio, sí
podemos tener un proyecto común estable, comprometernos a amarnos y a vivir
unidos hasta que la muerte nos separe, y vivir siempre una rica intimidad. El
amor que nos prometemos supera toda emoción, sentimiento o estado de ánimo,
aunque pueda incluirlos. Es un querer más hondo, con una decisión del corazón
que involucra toda la existencia. Así, en medio de un conflicto no resuelto, y
aunque muchos sentimientos confusos den vueltas por el corazón, se mantiene
viva cada día la decisión de amar, de pertenecerse, de compartir la vida entera
y de permanecer amando y perdonando. Cada uno de los dos hace un camino de
crecimiento y de cambio personal. En medio de ese camino, el amor celebra cada
paso y cada nueva etapa.
164. En la historia de un matrimonio, la apariencia física
cambia, pero esto no es razón para que la atracción amorosa se debilite.
Alguien se enamora de una persona entera con una identidad propia, no sólo de
un cuerpo, aunque ese cuerpo, más allá del desgaste del tiempo, nunca deje de
expresar de algún modo esa identidad personal que ha cautivado el corazón.
Cuando los demás ya no puedan reconocer la belleza de esa identidad, el cónyuge
enamorado sigue siendo capaz de percibirla con el instinto del amor, y el
cariño no desaparece. Reafirma su decisión de pertenecerle, la vuelve a elegir,
y expresa esa elección en una cercanía fiel y cargada de ternura. La nobleza de
su opción por ella, por ser intensa y profunda, despierta una forma nueva de
emoción en el cumplimiento de esa misión conyugal. Porque «la emoción provocada
por otro ser humano como persona [...] no tiende de por sí al acto conyugal»[174]. Adquiere otras expresiones sensibles,
porque el amor «es una única realidad, si bien con diversas dimensiones; según
los casos, una u otra puede destacar más»[175]. El vínculo encuentra nuevas modalidades y
exige la decisión de volver a amasarlo una y otra vez. Pero no sólo para
conservarlo, sino para desarrollarlo. Es el camino de construirse día a día.
Pero nada de esto es posible si no se invoca al Espíritu Santo, si no se clama
cada día pidiendo su gracia, si no se busca su fuerza sobrenatural, si no se le
reclama con deseo que derrame su fuego sobre nuestro amor para fortalecerlo,
orientarlo y transformarlo en cada nueva situación.
De la Exhortación ‘Sobre el Amor en la Familia’ (Capítulo IV: Vocación de
la Familia)
Vea también Corazón de Jesús Vida y Resurrección nuestra
- San Juan Pablo II
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