Invitamos a los matrimonios y a personas interesadas en una familia feliz, a leer y asimilar pasajes de la Exhortación pontifical 'Amoris laetitia' del Papa Francisco.
191. «No me rechaces ahora en la vejez, me van faltando las
fuerzas, no me abandones» (Sal 71,9). Es el clamor del anciano, que
teme el olvido y el desprecio. Así como Dios nos invita a ser sus instrumentos
para escuchar la súplica de los pobres, también espera que escuchemos el grito
de los ancianos[211]. Esto interpela a las familias y a las
comunidades, porque «la Iglesia no puede y no quiere conformarse a una
mentalidad de intolerancia, y mucho menos de indiferencia y desprecio, respecto
a la vejez. Debemos despertar el sentido colectivo de gratitud, de aprecio, de
hospitalidad, que hagan sentir al anciano parte viva de su comunidad. Los
ancianos son hombres y mujeres, padres y madres que estuvieron antes que
nosotros en el mismo camino, en nuestra misma casa, en nuestra diaria batalla
por una vida digna»[212]. Por eso, «¡cuánto quisiera una Iglesia que
desafía la cultura del descarte con la alegría desbordante de un nuevo abrazo
entre los jóvenes y los ancianos!»[213].
192. San Juan Pablo II nos invitó a prestar atención al
lugar del anciano en la familia, porque hay culturas que, «como consecuencia de
un desordenado desarrollo industrial y urbanístico, han llevado y siguen
llevando a los ancianos a formas inaceptables de marginación»[214]. Los ancianos ayudan a percibir «la
continuidad de las generaciones», con «el carisma de servir de puente»[215]. Muchas veces son los abuelos quienes
aseguran la transmisión de los grandes valores a sus nietos, y «muchas personas
pueden reconocer que deben precisamente a sus abuelos la iniciación a la vida
cristiana»[216]. Sus palabras, sus caricias o su sola
presencia, ayudan a los niños a reconocer que la historia no comienza con
ellos, que son herederos de un viejo camino y que es necesario respetar el trasfondo
que nos antecede. Quienes rompen lazos con la historia tendrán dificultades
para tejer relaciones estables y para reconocer que no son los dueños de la
realidad. Entonces, «la atención a los ancianos habla de la calidad de una
civilización. ¿Se presta atención al anciano en una civilización? ¿Hay sitio
para el anciano? Esta civilización seguirá adelante si sabe respetar la
sabiduría, la sabiduría de los ancianos»[217].
193. La ausencia de memoria histórica es un serio defecto de
nuestra sociedad. Es la mentalidad inmadura del «ya fue». Conocer y poder tomar
posición frente a los acontecimientos pasados es la única posibilidad de
construir un futuro con sentido. No se puede educar sin memoria: «Recordad
aquellos días primeros» (Hb 10,32). Las narraciones de los ancianos
hacen mucho bien a los niños y jóvenes, ya que los conectan con la historia
vivida tanto de la familia como del barrio y del país. Una familia que no
respeta y atiende a sus abuelos, que son su memoria viva, es una familia
desintegrada; pero una familia que recuerda es una familia con porvenir. Por lo
tanto, «en una civilización en la que no hay sitio para los ancianos o se los
descarta porque crean problemas, esta sociedad lleva consigo el virus de la
muerte»[218], ya que «se arranca de sus propias raíces»[219]. El fenómeno de la orfandad contemporánea,
en términos de discontinuidad, desarraigo y caída de las certezas que dan forma
a la vida, nos desafía a hacer de nuestras familias un lugar donde los niños
puedan arraigarse en el suelo de una historia colectiva.
De la Exhortación ‘Sobre el Amor en la Familia’ (Capítulo V: El Amor se
vuelve fecundo)
Vea también Recemos con los MSC: El Servicio del Amor
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