A veces no veré la utilidad de mi entrega, sé que tampoco entonces dejaré de luchar por dar mi aporte
Carlos Padilla Esteban, aleteia
El sufrimiento me da qué pensar. No creo que evitar el dolor sea menos santo que buscarlo. No creo en un Dios que me manda pruebas para probar mi amor. No lo creo.
Como no entendería tampoco a un padre que mandara pruebas a su hijo pequeño para que le demostrara cuánto lo ama. O un hombre a su amada. No creo en ese Dios que me hace sufrir para ver cómo reacciono. Bien o mal. Con altura o con quejas. Entero o roto.
Creo más bien en un Dios misericordioso y bueno que quiere mi bien. Que quiere mi paz. Y que no sufra. Que quiere que sea libre y pleno. Que desea que aprenda a amar mejor, con más altura, con más madurez.
Y sé que todo amor siempre conlleva sufrimiento. Y en ese sufrimiento que padezco Él me ama. Sé que aquel que ama sufre al entregar la vida. Porque dar duele. Pero no le doy más valor al heroísmo en el sufrimiento que a la entrega en tiempos de paz.
Aunque reconozco que admiro tanto a los que llevan su cruz con una sonrisa dibujada en el alma. Y son capaces de sostener a otros con su alegría desde su cruz dolorosa. “Mirar a los ojos de alguien a quien el sufrimiento no separa de Dios, hace efecto”[1]. No se quejan, no claman a Dios por su silencio.
Los admiro en su entrega generosa y pura. Admiro su generosidad. A mí me asusta el dolor. Temo la cruz. Me conmueven las lágrimas del que sufre. Se despierta en mi interior la compasión. Sufro con el que sufre.
Y, por supuesto, no quiero que nadie sufra por mi causa. A veces no lo consigo y causo dolor con mis gestos, con mis omisiones, con mis palabras. Hago sufrir a otros. Y tampoco puedo evitar el dolor de tantos hombres que sufren a mi lado. Veo tanto dolor y me siento incapaz de aliviarlo. ¿De qué sirve mi vida entregada por amor a los hombres?
El sacerdote en la película Silencio en un momento en el que podía traer consuelo a los cristianos ocultos en una isla decía con alegría: “Sentía invadirme el pecho una emoción repentina, que era mitad gozo mitad felicidad. Era la emoción gozosa de sentirme útil. Sí, soy útil a los hombres en este rincón del mundo, en este país que usted jamás ha visto”[2].
Es verdad que a veces puedo ver la utilidad de mi entrega. La fecundidad de mi vida que sana las heridas. Son momentos sagrados en los que Dios me deja ver por una pequeña rendija que mi vida tiene tanto sentido. Son momentos de gozo que guardo en el alma para siempre. Porque me he sentido útil dando la vida.
Pero sé que otras veces no lo veré. Me sentiré estéril. Seguirá habiendo mucho dolor a mi alrededor y mi servicio y mi amor no lograrán calmarlo. Y no veré la utilidad de mi entrega. Sé que tampoco entonces dejaré de luchar por dar mi aporte. Por entregar la vida. Sufriendo con el que sufre.
Y seguiré al pie de la cruz de los hombres sin poder bajarlos de ella. Intentaré hacer lo que hace Dios, que tampoco se evade de mi dolor, ni se aleja de mi cruz, ni me baja de mi sufrimiento.
Tal vez un día en el cielo entenderé sus silencios. Comprenderé el sentido de tantas cruces. Tal vez aprenderé a escuchar mejor sus silencios. Y comprenderé que su amor siempre ha estado a mi lado, caminando conmigo, cargando con mi cruz y la de tantos. Aunque yo no lo viera.
No entiendo muchas cosas en mi camino. No comprendo las injusticias ni el sufrimiento. Pero sí creo en un amor infinito de un Dios que me quiere como soy, en medio de mi vida. Y me salva.
Quiero esa fe en su amor en silencio que sostiene mi vida cuando sufro. Cuando me entrego por los que sufren. Cuando veo sufrir a otros.
Me gusta mirar así mi vida. Mi dolor. El dolor de tantos. No temo cuando confío en su amor crucificado por mí. En un amor que no me deja solo cuando gimo lleno de angustia.
No sé si mi sufrimiento salva a alguien. No lo sé. No creo que Dios lo quiera. Pero yo lo sufro. Y algún sentido tendrá cuando logre ver mi vida con más luz en el cielo. Cuando todo esté más claro. Y entienda.
[1] Simone Troisi y Cristian Paccini, Nacemos para no morir nunca, 65
[2] Shusaku Endo, Jaime Fernández, José Fernández, Silencio (Narrativas Históricas)
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