Criticar y juzgar menos a nuestro prójimo exige mucho trabajo por nuestra parte
“¿Quién eres tú para condenar al prójimo?”, pregunta el apóstol Santiago (Sant 4,12). En efecto, ¿quiénes nos creemos que somos, tan prestos a detectar los defectos del otro y a darles tanta importancia, “linces para atisbar los flacos de nuestros semejantes; topos para los nuestros”?
¿Cuántos de nuestros monólogos interiores son, de hecho, juicios? Nos sentimos tentados fácilmente de repartir buenas y malas valoraciones, encerrando a nuestros prójimos en las rejas implacables de nuestras apreciaciones.
Pero Jesús nos pide no juzgar a unos u otros. ¿Cómo responder a esta exigencia del amor sin con ello relativizar el bien y el mal?
¿Y la corrección fraterna?
Nos erigimos en jueces porque, en el fondo, eso nos tranquiliza. Señalar los pasos falsos de nuestros hermanos es una manera de convencernos de que somos mejores que ellos.
También es un poder que ejercemos sobre el otro, a veces incluso una venganza: “¡Si los que hablan mal de mí supieran exactamente lo que yo pienso de ellos, hablarían peor!”.
Sin embargo, Jesús es claro:
“No juzguen, para no ser juzgados. Porque con el criterio con que ustedes juzguen se los juzgará, y la medida con que midan se usará para ustedes. ¿Por qué te fijas en la paja que está en el ojo de tu hermano y no adviertes la viga que está en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: ‘Deja que te saque la paja de tu ojo’, si hay una viga en el tuyo?” (Mt 7,1-4).
No se trata solamente de abstenernos de palabras duras, sino sobre todo de tener una actitud interior llena de bondad, “porque de la abundancia del corazón habla la boca” (Lc 6,45).
Si juzgamos, nos negamos a ser misericordiosos con nuestros hermanos, nos excluimos nosotros mismos de la misericordia, nos hacemos incapaces de recibir el perdón de Dios.
“El que no tiene misericordia será juzgado sin misericordia” (Sant 2,13).
La ausencia de juicio no es falsa tolerancia, que mete el bien y el mal en el mismo saco. Jesús, además, mientras nos pide que no juzguemos, nos recomienda cierta corrección fraternal:
“Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado” (Mt 18,15).
Sin embargo, Él advierte de que solo podemos guiar a nuestros hermanos y hermanas si estamos en la luz de Dios, y ello implica que empecemos por reconocernos como pecadores:
“Saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano” (Mt 7,5).
No podemos quitarnos esa viga nosotros solos, únicamente el Señor puede librarnos de ella.
Manual de instrucciones para dejar de juzgar a los demás
El Señor nos pide salir del juicio para entrar en la misericordia. Ante la mirada de nuestros hermanos, pero primero ante nuestra propia mirada.
¿Por qué conservamos tantas vigas que nos obstruyen la vista y nos cierran el corazón?
¿Por qué preferimos olvidar nuestra mediocridad al juzgar al otro en vez de mirar nuestro pecado cara a cara? Porque nos juzgamos, nos condenamos, y eso nos resulta insoportable.
Es cierto que la constatación de nuestros defectos y pecados es francamente desesperante… salvo si los miramos desde el punto de vista de Dios, “más grande que nuestro corazón”. Dicho de otra forma, si nos atrevemos a ponernos totalmente bajo su misericordia.
Si gritamos hacia Dios –“¡Ten piedad de mí, que soy un pecador!”–, estemos seguros de que eliminará la viga de nuestro ojo.
¿Cómo dejar de juzgar a nuestros hermanos para vivir en la misericordia?
- Para empezar, teniendo el deseo de cambiar sobre este punto preciso y confiando incansablemente ese deseo al Señor.
- Pero también discerniendo aquello que nos conduce más a menudo a juzgar a una u otra persona: la cólera, el rencor, la envidia, etc.
- Por último y sobre todo, ofreciendo concretamente actos de misericordia –un favor prestado, una palabra amable, pedir perdón, una oración, etc.–, en especial con respecto a quienes, sin saberlo, son las víctimas más frecuentes de nuestro tribunal interior.
Demos gracias por los hermanos y hermanas a quienes estamos tentados de juzgar. En la Fe, alabemos al Señor por quienes son, incluso si todavía no lo vemos con claridad.
Entonces, poco a poco, el Espíritu Santo purificará nuestro corazón, iluminará nuestra mirada, nos hará capaces de ejercer nuestro juicio sobre los hechos –discerniendo la mentira de la verdad y el bien del mal– sin juzgar a las personas.
Por Christine Ponsard, Edifa Aleteia
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