Invitamos a los matrimonios y a personas interesadas en una familia feliz, a leer y asimilar pasajes de la Exhortación pontifical 'Amoris laetitia' del Papa Francisco.
Matrimonio
y virginidad
158. «Muchas personas que viven sin casarse, no sólo se
dedican a su familia de origen, sino que a menudo cumplen grandes servicios en
su círculo de amigos, en la comunidad eclesial y en la vida profesional [...] Muchos,
asimismo, ponen sus talentos al servicio de la comunidad cristiana bajo la
forma de la caridad y el voluntariado. Luego están los que no se casan porque
consagran su vida por amor a Cristo y a los hermanos. Su dedicación enriquece
extraordinariamente a la familia, en la Iglesia y en la sociedad»[165].
159. La virginidad es una forma de amar. Como signo, nos
recuerda la premura del Reino, la urgencia de entregarse al servicio
evangelizador sin reservas (cf. 1 Co 7,32), y es un reflejo de
la plenitud del cielo donde «ni los hombres se casarán ni las mujer tomarán
esposo» (Mt 22,30). San Pablo la recomendaba porque esperaba un
pronto regreso de Jesucristo, y quería que todos se concentraran sólo en la
evangelización: «El momento es apremiante» (1 Co 7,29). Sin
embargo, dejaba claro que era una opinión personal o un deseo suyo (cf. 1
Co 7,6-8) y no un pedido de Cristo: «No tengo precepto del Señor» (1
Co 7,25). Al mismo tiempo, reconocía el valor de los diferentes
llamados: «cada cual tiene su propio don de Dios, unos de un modo y otros de
otro» (1 Co 7,7). En este sentido, san Juan Pablo II dijo que los
textos bíblicos «no dan fundamento ni para sostener la “inferioridad” del
matrimonio, ni la “superioridad” de la virginidad o del celibato»[166] en razón de la abstención sexual. Más
que hablar de la superioridad de la virginidad en todo sentido, parece adecuado
mostrar que los distintos estados de vida se complementan, de tal manera que
uno puede ser más perfecto en algún sentido y otro puede serlo desde otro punto
de vista. Alejandro de Hales, por ejemplo, expresaba que, en un sentido, el
matrimonio puede considerarse superior a los demás sacramentos, porque
simboliza algo tan grande como «la unión de Cristo con la Iglesia o la unión de
la naturaleza divina con la humana»[167].
160. Por lo tanto, «no se trata de disminuir el valor del
matrimonio en beneficio de la continencia»,[168], y «no hay base alguna para una supuesta
contraposición [...] Si, de acuerdo con una cierta tradición teológica, se
habla del estado de perfección (status perfectionis), se hace no a causa
de la continencia misma, sino con relación al conjunto de la vida fundada sobre
los consejos evangélicos»[169]. Pero una persona casada puede vivir la
caridad en un altísimo grado. Entonces, «llega a esa perfección que brota de la
caridad, mediante la fidelidad al espíritu de esos consejos. Esta perfección es
posible y accesible a cada uno de los hombres»[170].
161. La virginidad tiene el valor simbólico del amor que no
necesita poseer al otro, y refleja así la libertad del Reino de los Cielos. Es
una invitación a los esposos para que vivan su amor conyugal en la perspectiva
del amor definitivo a Cristo, como un camino común hacia la plenitud del Reino.
A su vez, el amor de los esposos tiene otros valores simbólicos: por una parte,
es un peculiar reflejo de la Trinidad. La Trinidad es unidad plena, pero en la
cual existe también la distinción. Además, la familia es un signo cristológico,
porque manifiesta la cercanía de Dios que comparte la vida del ser humano uniéndose
a él en la Encarnación, en la Cruz y en la Resurrección: cada cónyuge se hace
«una sola carne» con el otro y se ofrece a sí mismo para compartirlo todo con
él hasta el fin. Mientras la virginidad es un signo «escatológico» de Cristo
resucitado, el matrimonio es un signo «histórico» para los que caminamos en la
tierra, un signo del Cristo terreno que aceptó unirse a nosotros y se entregó
hasta darnos su sangre. La virginidad y el matrimonio son, y deben ser, formas
diferentes de amar, porque «el hombre no puede vivir sin amor. Él permanece
para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se
le revela el amor»[171].
162. El celibato corre el peligro de ser una cómoda soledad,
que da libertad para moverse con autonomía, para cambiar de lugares, de tareas
y de opciones, para disponer del propio dinero, para frecuentar personas
diversas según la atracción del momento. En ese caso, resplandece el testimonio
de las personas casadas. Quienes han sido llamados a la virginidad pueden
encontrar en algunos matrimonios un signo claro de la generosa e inquebrantable
fidelidad de Dios a su Alianza, que estimule sus corazones a una disponibilidad
más concreta y oblativa. Porque hay personas casadas que mantienen su fidelidad
cuando su cónyuge se ha vuelto físicamente desagradable, o cuando no satisface
las propias necesidades, a pesar de que muchas ofertas inviten a la infidelidad
o al abandono. Una mujer puede cuidar a su esposo enfermo y allí, junto a la
Cruz, vuelve a dar el «sí» de su amor hasta la muerte. En ese amor se
manifiesta de un modo deslumbrante la dignidad del amante, dignidad como
reflejo de la caridad, puesto que es propio de la caridad amar, más que ser
amado[172]. También podemos advertir en muchas familias
una capacidad de servicio oblativo y tierno ante hijos difíciles e incluso
desagradecidos. Esto hace de esos padres un signo del amor libre y
desinteresado de Jesús. Todo esto se convierte en una invitación a las personas
célibes para que vivan su entrega por el Reino con mayor generosidad y
disponibilidad. Hoy, la secularización ha desdibujado el valor de una unión
para toda la vida y ha debilitado la riqueza de la entrega matrimonial, por lo cual
«es preciso profundizar en los aspectos positivos del amor conyugal»[173].
De la Exhortación ‘Sobre el Amor en la Familia’ (Capítulo IV: Vocación de
la Familia)
Vea también Vocación de Todos a la Santidad
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