Cuántas veces habré escuchado decir a mi madre: «nadie valora lo que hago en esta casa”. Desde que soy mamá no han sido pocas las veces que me he encontrado a punto de decir esa frase, y más allá de sentirla, me he encontrado pensándola con tristeza y en alguna ocasión hasta con enojo. Criar hijos no es tarea fácil, el matrimonio no es una tarea fácil, es hermoso pero no es fácil pues requiere un trabajo silencioso, y ¿a quién no le gusta que reconozcan su trabajo, que lo feliciten por el esfuerzo?
Una de las cosas que más extrañé cuando renuncié al trabajo en una oficina era el reconocimiento. Donde yo trabajaba, era una práctica constante (qué suerte la mía, no siempre es así). «Buen trabajo», «excelente iniciativa», «meta cumplida», y en no pocas ocasiones esos reconocimientos eran acompañados de algún incentivo material. Uno llegaba a la casa con el pecho (y el ego) bastante inflado.
Cuando eres madre, el reconocimiento simplemente desaparece, es más, pareciera que todo lo haces mal o que nada es suficiente. Así que se imaginarán que el golpe fue duro.
Es real que cuando uno se convierte en madre, o en padre, mucho del esfuerzo pasa desapercibido. Pero no solo sucede en la paternidad. Yo tuve la suerte de trabajar en un lugar donde el reconocimiento era casi mandatorio pero no es lo usual. ¿Cuántas veces, en el trabajo nos hemos esforzado muchísimo y nadie se ha dado cuenta?, o peor aún, los laureles se los llevó otro. El reconocimiento está relacionado al ser querido, y quién no quiere ser querido. Su ausencia genera una sensación de incertidumbre, de inseguridad, de sentirse poco valorado. Es muy humano sentir eso.
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