Ha muerto de cáncer, a los 90 años, el obispo Vicente Zhu Weifang, obispo de Wenzhou, la ciudad china que ha sido noticia en los últimos años por la vistosa campaña de sus autoridades anti-religiosas para derribar y demoler cruces de lo alto de las iglesias y cerrar o arrasar algunos templos.
El obispo, reconocido oficialmente por el régimen comunista desde 2010, había protestado estos años por esta campaña anti-cruces y por el cierre o destrucción de templos.
Pasó 22 años detenido
Zhu Weifang entró en el seminario menor a los 13 años. Fue ordenado sacerdote en 1954, y al año siguiente ya fue detenido por las autoridades comunistas y enviado a campos de trabajos forzados durante 16 años, hasta 1971.
Al salir, volvió al trabajo sacerdotal en la iglesia clandestina (fiel a Roma), durante 11 años,hasta que en 1982 fue detenido de nuevo y encarcelado otros seis años. Pasó, pues, 22 años privado de libertad por su condición de sacerdote católico,
Zhu Weifang, sin alzacuellos y rodeado de sacerdotes tras la pancarta, en una protesta contra la demolición de cruces en Wenzhou
Primero, obispo clandestino; luego, oficial
Fue consagrado obispo en secreto en la Iglesia clandestina, y reconocido como obispo de Wenzhou por las autoridades civiles en 2010, cuando ya tenía 85 años.
Se calcula que en Wenzhou hay unos 100.000 católicos oficiales bajo supervisión de las instituciones del régimen, y otros 50.000 católicos clandestinos. Entre los de una y otra comunidad hay unos 70 sacerdotes.
Hay lugares en China donde la Iglesia clandestina y la oficial tienen un trato muy fluido, pero en Wenzhou las autoridades civiles de la región han logrado dividir a ambas ramas, pese a los esfuerzos del anciano obispo por tender puentes.
Detienen a su sucesor, el obispo coadjutor
Su sucesor debería ser Pedro Shao Zhumin, que es el obispo de la comunidad clandestina y al que Roma y el difunto consideraban obispo coadjutor de la diócesis oficial, pero según fuentes de la agencia AsiaNews el obispo Shao fue secuestrado por la policía el 23 de agosto, junto con su secretaria, y fue llevado a otra región. Otros dos sacerdotes más, según AsiaNews, han sido secuestrados por las autoridades al conocerse la muerte de Zhu Weifang.
¿Qué está pasando?
José Luís Restán, ReL
Uno de los temas recurrentes en estos días ha sido el espinoso diálogo de la Santa Sede con el gobierno de Pekín, que según algunos indicios podría haber avanzado sustancialmente. Parece que esta vez estamos ante algo más que una serpiente de verano. Las respectivas intervenciones del secretario de Estado, cardenal Pietro Parolin, y del arzobispo de Hong Kong, cardenal John Tong, han dado la impresión de querer preparar el camino, despejando previsibles objeciones y procurando serenar los ánimos de quienes advierten contra una suerte de “rendición” de Roma que dejaría especialmente tocados a los católicos que más han sufrido por su fidelidad al Papa y su resistencia al control del régimen comunista.
Parolin ha reconocido que son muchas las esperanzas ante una posible “nueva estación en las relaciones entre la sede apostólica y China”. El secretario de Estado ha puesto especial énfasis en aclarar que esas nuevas relaciones auspiciadas (que podrían incluir la apertura de relaciones diplomáticas) “no son un fin en sí mismo”, ni responden al deseo de apuntarse un “éxito” en el escenario internacional, sino que son “perseguidas (no sin temor)… sólo en función del bien de los católicos chinos, de todo el pueblo de China y en favor de la paz mundial”.
No es difícil entrever que Parolin ha querido responder, con sobriedad y respeto, a las advertencias severas que ha puesto sobre la mesa un gran testigo de la fe y reconocido luchador por la libertad, el arzobispo emérito de Hong Kong, cardenal Joseph Zen. En efecto, Zen es un viejo conocedor de los sinuosos túneles del régimen chino, ha bregado durante años con sus funcionarios y ha experimentado sus trampas. Algunos le señalan ahora como “aguafiestas”, e incluso dan un paso más, insinuando que prefiere una condición de trinchera antes que un nuevo escenario de tranquilidad que permita la unidad visible de las comunidades católicas en China, y normalice su actividad pública. Son acusaciones que me parecen profundamente injustas después de haber seguido durante años la trayectoria del cardenal, lo cual no significa compartir punto por punto sus críticas.
A Zen le preocupa que un exceso de prisa por “arreglar” el problema conduzca a la Iglesia a repetir algunos errores de la vieja Ostpolitik, en la época del Telón de Acero. Le preocupa, en definitiva, que la Iglesia ponga en riesgo su libertad a cambio de alguna confortabilidad, beneficiando además a los arribistas y dejando en la cuneta a quienes más han sufrido persecución.
Quizás por eso el cardenal Parolin ha subrayado que el Papa Francisco conoce bien, al igual que Juan Pablo II y Benedicto XVI, “el bagaje de sufrimiento, incomprensiones, y a menudo silencioso martirio que la comunidad católica en China lleva sobre sus hombros… pero conoce también cuán vivo es el anhelo de la comunión plena con el sucesor de Pedro, cuántos progresos se han alcanzado, cuántas fuerzas vivas actúan como testimonio del amor a Dios y al prójimo… que es la síntesis de todo el cristianismo”.
Para alcanzar el nuevo escenario (que está por delinear con precisión) se necesitan, según el secretario de Estado, “confianza en la Providencia divina y sano realismo”. El objetivo, por tanto, es asegurar un futuro en que los católicos chinos puedan sentirse profundamente católicos, visiblemente anclados a la roca de Pedro; y plenamente chinos, sin renegar de todo lo bueno que ha producido su historia y su cultura. Se trata de escribir una página inédita en la historia, por tanto es lógico que se adviertan tensiones que pueden llegar a ser muy vivas.
Parolin es conocido por su finura y delicadeza (que es algo más que estilo diplomático), y los demuestra al reconocer “que los problemas entre la Santa Sede y China no faltan, y pueden generar a menudo, por su complejidad, posiciones y opiniones diferentes”. Efectivamente, esas diversas y contrastantes opiniones son además legítimas y necesarias, siempre que se expresen con el lenguaje de la caridad y que no se construyan a base de prejuicios sino en función del análisis de los hechos.
La cuestión china requiere una aproximación humilde y cautelosa, especialmente para quienes no somos expertos.
La tentación de la dialéctica entre “pragmáticos” y “puros” es insidiosa, y todavía peor es la demonización de quien se atreve a discrepar por uno u otro lado. Creo que sería absurdo desconfiar por sistema de quienes conducen este asunto por parte de la Santa Sede, pero tampoco sería bueno acallar las voces incómodas, menos aún si proceden de verdaderos servidores de la Iglesia como el cardenal Zen.
No es difícil entender sus temores, aunque como decía un obispo chino no reconocido por el régimen y fuera de toda sospecha de componendas con el régimen: “toda la vida hemos luchado por mantener nuestra fidelidad al Papa, así que no vamos ahora a rebelarnos contra lo que él disponga”.
© PáginasDigital.es
José Luís Restán, ReL
Uno de los temas recurrentes en estos días ha sido el espinoso diálogo de la Santa Sede con el gobierno de Pekín, que según algunos indicios podría haber avanzado sustancialmente. Parece que esta vez estamos ante algo más que una serpiente de verano. Las respectivas intervenciones del secretario de Estado, cardenal Pietro Parolin, y del arzobispo de Hong Kong, cardenal John Tong, han dado la impresión de querer preparar el camino, despejando previsibles objeciones y procurando serenar los ánimos de quienes advierten contra una suerte de “rendición” de Roma que dejaría especialmente tocados a los católicos que más han sufrido por su fidelidad al Papa y su resistencia al control del régimen comunista.
Parolin ha reconocido que son muchas las esperanzas ante una posible “nueva estación en las relaciones entre la sede apostólica y China”. El secretario de Estado ha puesto especial énfasis en aclarar que esas nuevas relaciones auspiciadas (que podrían incluir la apertura de relaciones diplomáticas) “no son un fin en sí mismo”, ni responden al deseo de apuntarse un “éxito” en el escenario internacional, sino que son “perseguidas (no sin temor)… sólo en función del bien de los católicos chinos, de todo el pueblo de China y en favor de la paz mundial”.
No es difícil entrever que Parolin ha querido responder, con sobriedad y respeto, a las advertencias severas que ha puesto sobre la mesa un gran testigo de la fe y reconocido luchador por la libertad, el arzobispo emérito de Hong Kong, cardenal Joseph Zen. En efecto, Zen es un viejo conocedor de los sinuosos túneles del régimen chino, ha bregado durante años con sus funcionarios y ha experimentado sus trampas. Algunos le señalan ahora como “aguafiestas”, e incluso dan un paso más, insinuando que prefiere una condición de trinchera antes que un nuevo escenario de tranquilidad que permita la unidad visible de las comunidades católicas en China, y normalice su actividad pública. Son acusaciones que me parecen profundamente injustas después de haber seguido durante años la trayectoria del cardenal, lo cual no significa compartir punto por punto sus críticas.
A Zen le preocupa que un exceso de prisa por “arreglar” el problema conduzca a la Iglesia a repetir algunos errores de la vieja Ostpolitik, en la época del Telón de Acero. Le preocupa, en definitiva, que la Iglesia ponga en riesgo su libertad a cambio de alguna confortabilidad, beneficiando además a los arribistas y dejando en la cuneta a quienes más han sufrido persecución.
Quizás por eso el cardenal Parolin ha subrayado que el Papa Francisco conoce bien, al igual que Juan Pablo II y Benedicto XVI, “el bagaje de sufrimiento, incomprensiones, y a menudo silencioso martirio que la comunidad católica en China lleva sobre sus hombros… pero conoce también cuán vivo es el anhelo de la comunión plena con el sucesor de Pedro, cuántos progresos se han alcanzado, cuántas fuerzas vivas actúan como testimonio del amor a Dios y al prójimo… que es la síntesis de todo el cristianismo”.
Para alcanzar el nuevo escenario (que está por delinear con precisión) se necesitan, según el secretario de Estado, “confianza en la Providencia divina y sano realismo”. El objetivo, por tanto, es asegurar un futuro en que los católicos chinos puedan sentirse profundamente católicos, visiblemente anclados a la roca de Pedro; y plenamente chinos, sin renegar de todo lo bueno que ha producido su historia y su cultura. Se trata de escribir una página inédita en la historia, por tanto es lógico que se adviertan tensiones que pueden llegar a ser muy vivas.
Parolin es conocido por su finura y delicadeza (que es algo más que estilo diplomático), y los demuestra al reconocer “que los problemas entre la Santa Sede y China no faltan, y pueden generar a menudo, por su complejidad, posiciones y opiniones diferentes”. Efectivamente, esas diversas y contrastantes opiniones son además legítimas y necesarias, siempre que se expresen con el lenguaje de la caridad y que no se construyan a base de prejuicios sino en función del análisis de los hechos.
La cuestión china requiere una aproximación humilde y cautelosa, especialmente para quienes no somos expertos.
La tentación de la dialéctica entre “pragmáticos” y “puros” es insidiosa, y todavía peor es la demonización de quien se atreve a discrepar por uno u otro lado. Creo que sería absurdo desconfiar por sistema de quienes conducen este asunto por parte de la Santa Sede, pero tampoco sería bueno acallar las voces incómodas, menos aún si proceden de verdaderos servidores de la Iglesia como el cardenal Zen.
No es difícil entender sus temores, aunque como decía un obispo chino no reconocido por el régimen y fuera de toda sospecha de componendas con el régimen: “toda la vida hemos luchado por mantener nuestra fidelidad al Papa, así que no vamos ahora a rebelarnos contra lo que él disponga”.
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