La policía ha irrumpido a mitad del Oficio de Jueves Santo en la catedral de Granada y ha desalojado al arzobispo y a los pocos fieles que allí oraban. La actuación tiene una dudosa cobertura legal. Al tiempo nos hemos enterado de que a la comunidad musulmana sí le dan permisos para lo suyo. Lo que me parece estupendo, ojo, con tal de que se guarden las distancias. Sólo que ahora, en vez de aquel refrán castellano tan democrático de O todos moros o todos cristianos, nos convendría el "todos moros", según se ve.
En realidad no es tanto que el Gobierno adore el Islam. Lo teme, porque ellos no flaquean en la defensa de su fe. Aunque aquí estemos tan mal acostumbrados, al final, cualquier derecho requiere tener a alguien muy dispuesto a defenderlo. Lo que me trajo a la memoria el cuento de Léon Bloy titulado La misa de campaña [La messe des petits crevés].
En la guerra franco-prusiana, participa una compañía voluntaria de entusiastas e ingenuos hijos de papá de las provincias del Oeste, románticos nostálgicos del Trono y el Altar. Habían adornado sus sombreros con altivos penachos de plumas, un tanto extemporáneos. Creyéndose alejados aún del combate, empiezan a celebrar una misa de campaña, pero una bala perdida le salta la cabeza al sacerdote justo cuando acababa de exclamar: "¿Por qué estás triste, alma mía, y por qué te turbas?" Tras el desconcierto natural, el joven marqués Enguerrand de Bellefontaine, soberbio joven de veintidós años, aprovechando que, a pesar de todo siguen en retaguardia y que el hermoso altar está montado con primor, pide permiso para cabalgar en busca de otro sacerdote y continuar la misa.
Vuelve veloz con el párroco de una aldea cercana. Éste, al oír lo de la inesperada bala de su predecesor, ha contestado con calma: "Mi querido muchacho, estemos en paz o en guerra, la Misa se dice siempre en presencia del enemigo".
Empieza. Según la liturgia, a partir de cierto momento no puede, bajo ninguna excusa, interrumpirse. Es entonces cuando aparece allí una multitud de alemanes que ha roto las líneas. Los muchachos "decidieron, sin decir palabra, hacerse matar, no por Francia, ni por el Rey, ni siquiera por los Ángeles y los Santos del cielo, sino lisa y llanamente para que esta misa pudiera terminarse". Cuando el sacerdote se volvió para despedir a los asistentes con su bendición, no vio sino las frentes sudorosas de los alemanes tras una muralla de moribundos y caídos.
Enrique García-Máiquez
Publicado en Diario de Cádiz.
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