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martes, 8 de diciembre de 2020

Evangelio del día

  

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Lucas 1,26-38 La fiesta de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María
 
 



En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón de la estirpe de David, llamado José. La virgen se llamaba María.

Entró el ángel a donde ella estaba y le dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. Al oír estas palabras, ella se preocupó mucho y se preguntaba qué querría decir semejante saludo.

El ángel le dijo: “No temas, María, porque has hallado gracia ante Dios. Vas a concebir y a dar a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y él reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reinado no tendrá fin”.

María le dijo entonces al ángel: “¿Cómo podrá ser esto, puesto que yo permanezco virgen?” El ángel le contestó: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso, el Santo, que va a nacer de ti, será llamado Hijo de Dios. Ahí tienes a tu parienta Isabel, que a pesar de su vejez, ha concebido un hijo y ya va en el sexto mes la que llamaban estéril, porque no hay nada imposible para Dios”. María contestó: “Yo soy la esclava del Señor; cúmplase en mí lo que me has dicho”. Y el ángel se retiró de su presencia.

Comentario

Bulle

San Pío X (1835-1914)
papa 1903-1914
Encíclica «Ad diem illum laetissimum» (© Copyright - Libreria Editrice Vaticana)


Contemplar a la Inmaculada

Contemplar a la Inmaculada
Y si la fe, como dice el Apóstol, no es otra cosa que la garantía de lo que se espera (Heb 11,1) cualquiera comprenderá fácilmente que con la Concepción Inmaculada de la Virgen se confirma la fe y al mismo tiempo se alienta nuestra esperanza. Y esto sobre todo porque la Virgen desconoció el pecado original, en virtud de que iba a ser Madre de Cristo. Fue Madre de Cristo para devolvernos la esperanza de los bienes eternos.
Omitiendo ahora el amor a Dios, ¿quién, con la contemplación de la Virgen Inmaculada, no se siente movido a observar fielmente el precepto que Jesús hizo suyo por antonomasia: que nos amemos unos a otros como él nos amó? “Un gran signo apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas” (Apoc 12,1). Nadie ignora que aquella mujer simbolizaba a la Virgen María que, sin afectar a su integridad, dio a luz nuestra cabeza.
Sigue el Apóstol: “Y estando encinta, gritaba con los dolores del parto y las ansias de parir (Apoc 12,2). Así, Juan vio a la Santísima Madre de Dios gozando ya de la eterna bienaventuranza y sin embargo con las ansias de un misterioso parto. ¿De qué parto? Sin duda del nuestro, porque nosotros, detenidos todavía en el destierro, tenemos que ser aún engendrados a la perfecta caridad de Dios y la felicidad eterna. Los dolores de parto indican el ardor y amor con los que la Virgen, desde su trono celestial, vigila y procura con su asidua oración la plenitud del número de los elegidos.
Deseamos ardientemente que todos los fieles se esfuercen por lograr esta misma caridad, sobre todo aprovechando de estas solemnes celebraciones de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios. (EDD)





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