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<b>1. Cuando comienza la armadura a torcerse.</b><p> - Pequeñas diferencias comienzan a molestarte <p> - Comienza el diálogo interno de cómo tu cónyuge no es lo que esperabas <p> Antes, hasta el ruido que hacía al masticar te parecía una hermosa melodía. Y hoy no toleras ni su respirar. Si te pide que le sirvas la comida o que le cambies el foco piensas: “¡Inútil! ¿Acaso tú no puedes hacerlo?”. <p> Si estás en esta etapa necesitas hacer un parón y reflexionar: ¿Qué me está pasando? ¿Por qué me está irritando tanto? ¿Qué me está molestado? <p> Puede ser que tu cónyuge no sea lo que esperabas. Pero ¿acaso tú si eres lo que él/ella esperaba? <p> Necesitamos vivir en la caridad y con los pies en la tierra: si se casaron fue por algo, porque son pareja, es decir, iguales… o por lo menos muy parecidos.
Todo lo que decimos tiene una tonalidad afectiva: dulzura o intolerancia, respeto o deseo de convencer… Por eso es muy importante prestar atención al tono que empleamos con los demás, sobre todo con un cónyuge.
“Ya no puedo soportar la forma en que me habla mi marido”, me dijo un día una madre de familia. En efecto, es impresionante constatar hasta qué punto el tono empleado para dar nuestra opinión tiene importancia en la vida familiar.
Muchísimas disputas se ven alimentadas, precisamente, por el tono. He podido observar a dos cónyuges que, teniendo la misma opinión, peleaban: uno hablaba con agresividad y el otro escuchaba lo contrario de lo que quería decir.
Todo esto demuestra que las palabras más oportunas serán rechazadas si se expresan con un tono agresivo o sarcástico. Como caricatura, digamos que si un cónyuge dice con tono agresivo que 2 y 2 son 4, el otro podrá responder: “¡Eso no es así!”. En cambio, si sostiene con amabilidad y dulzura que 2 y 2 son 5, ¡el otro sería incluso capaz de admitirlo!
Las palabras tienen color afectivo
Cuando hay que decir algo incómodo o penoso, es todo un arte encontrar el tono adecuado para que el destinatario no lo perciba como un reproche sino como una corrección bondadosa.
Al hablar con alguien, lo primero que percibe el interlocutor no es el contenido del mensaje, sino el tono que lo acompaña. Porque toda palabra tiene un color afectivo: dulzura o intolerancia, respeto o deseo de convencer… Y es el tono empleado lo que podrá lograr la admisión o el rechazo de lo que se afirma.
Esto se pone de manifiesto con los niños pequeños. Si su madre le dice con tono enervado: “¡No soy tu criada para ir recogiendo tu cuchara cada vez que la tiras!”, es posible que el niño no conozca todavía la palabra “criada”, pero sin duda ha comprendido perfectamente que su madre se enfada cuando hace eso. Descodifica el tono y no el sentido exacto de las palabras.
“¡Bienaventurados los mansos!”
Desde muy pequeño, el niño está marcado por el clima familiar: sin duda necesita firmeza, pero también y sobre todo un entorno de palabras tranquilizadoras que transmitan dulzura y amor. Y lo mismo pasa incluso cuando es más grande. Una niña de 8 años decía: “Hay que ver, mamá, que la gente te ve así de joven y guapa y no tiene ni idea de cómo te pones cuando gritas”.
Lo que es cierto en la relación con los niños también lo es para la relación con nuestra pareja. La agresividad envenena la vida conyugal.Si en la pareja uno de los cónyuges grita por nada, quizás es porque hay un dolor más profundo que convendría detectar.
Entonces cabría decir simplemente: “A menudo nos equivocamos en la forma de tener razón”.
En definitiva, nunca hay que olvidar: “¡Bienaventurados los mansos!”, porque hay dulzuras que desarman a las agresividades más tenaces.
Denis Sonet, Edifa Aleteia
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