La vida es muy larga y el tiempo que dedico a amar es tan escaso...
El Reino de Dios es el hogar de mi Amado, es ese encuentro de Dios con su doncella. Yo soy una de esas doncellas y depende de lo que haga en mi vida, de cómo viva, tendré aceite o no hasta el final.
Se trata de conservar ese aceite que mantiene el fuego de la lámpara encendido. Es el aceite que mantiene vivo el amor y la vida en tensión. Cuando falta el aceite se seca la vida, se muere por dentro.
Mi vida se parece a la de esas vírgenes que esperan al novio. Mi vida es espera paciente. Espero que llegue mi esposo, mi amado, Cristo a mi vida.
En la tierra percibo en momentos ese fuego de intimidad con Jesús. Percibo el fuego del amor dentro de mí que me lleva a entregarme amando. Leía el otro día a Eloy Sánchez Rosillo en su Luz que nunca se extingue:
«Te equivocas, sin duda. Alguna vez alcanzan tus manos el milagro; en medio de los días indistintos, tu indigencia, de pronto, toca un fulgor que vale más que el oro puro: con plenitud respira tu pecho el raro don de la felicidad. Y bien quisieras que nunca se apagara la intensidad que vives. Después, cuando parece que todo se ha cumplido, te entregas, cabizbajo, a la añoranza del breve resplandor maravilloso que hizo hermosa tu vida y sortilegio el mundo».
No me canso de esperar esa luz del encuentro, esa luz que posibilita que la doncella y el Esposo se amen en silencio.
Es lo que yo quisiera tener siempre. Luz en mi alma, en mi vida. No sólo momentos de lucidez, sino una lucidez permanente que me levante el ánimo cada mañana.
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El amor vive de encuentros. Vive de abrazos y silencios compartidos. De palabras que emocionan, de manos que acarician. Así le escribía un amado a su amada en una poesía:
«Dentro del alma, muy dentro, mi vida.
Allí donde los sueños apenas nacen. Allí donde el sol ilumina mi alma inquieta y la vida se escapa entre mis dedos. Allí donde tú habitas, allí muy dentro, tengo escrito tu nombre dentro del mío. Para que al mirarte en mis entrañas, como en claro espejo, a la luz del alba, te veas dibujada, mi bien amada. La frente muy alta, los ojos hondos y el corazón tan grande porque es el tuyo».
Son las palabras del amado, o de la amada. Las palabras de aquel que ama hasta lo más hondo de su alma. La sed de Dios que tiene mi alma cuando lo mira, dentro de mis límites, dentro de mi pobreza.
Y sueño con llegar más lejos, más hondo. Tengo una lámpara dentro de mis ojos, dentro de mi alma. Tengo aceite que permite que el fuego se mantenga encendido, como una luz perpetua que ilumina lo importante, al Amado.
La fuente del amor
Es más importante el Amado que el que ama. Y el Amado, al dejarse amar por mí, permite que yo saque lo mejor de mi alma.
El amor es posible porque hay alguien que ama desde su lámpara. Y alguien que necesita ese fuego para amar al mismo tiempo. Un camino de ida y vuelta. Del fuego al aceite. Del aceite al fuego.
¿Qué tengo que cuidar para que mi amor no se apague?
La vida y el amor mueren cuando desaparece el respeto, el interés, la admiración, la búsqueda, la espera. Cuando dejo de esperar dejo de amar.
Cuando dejo de admirar se apaga el sueño y languidece el espíritu que no me da fuerzas para subir el monte, para atravesar el desierto.
No puedo descuidar el aceite. Sin aceite no hay llama, ni deseo, ni ansia por llegar a ninguna parte. El aceite está en mí, no se puede compartir, es sólo mío.
La oración y el sacrificio son aceite
Es la oración continua que alimenta el amor. Es el silencio hondo que me lleva a querer dar la vida.
Las distracciones me alejan de lo importante. Dejo de valorar el esfuerzo y el sacrificio, cuando ellos son el aceite que permiten que el fuego arda.
Sin renuncia, sin entrega, sin dar la vida el amor no crece. ¿A qué estoy renunciando por amor?
La vida es muy larga y el tiempo que dedico a amar es tan escaso…
Quiero tener el alma tranquila, es lo que quiero y no será posible hasta que llegue al cielo. Mientras tanto busco aceite, espero, cuido, aguardo y dejo que la llama que hay en mi interior siga encendida.
Si lo descuido, todo muere. Y entonces ya no conozco ni soy conocido por Aquel al que creía amar y he descuidado.
Carlos Padilla Esteban, Aleteia
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