Audiencia General, 11 Nov. 2020 © Vatican Media
"El cristiano que reza no teme nada”
La audiencia general del 11 de noviembre de 2020, ha sido emitida desde la biblioteca del Palacio Apostólico vaticano, sin fieles, como medida de prevención frente a la COVID-19. A lo largo de la misma, el Santo Padre ha continuado con el ciclo de catequesis sobre la oración reflexionando, efectivamente, sobre el tema “La oración perseverante” (Lectura: Lc 11,9-13).
Antes de comenzar la catequesis, el Papa ha señalado que alguien le dijo “usted habla demasiado sobre la oración” y “no es necesario”. Ante el comentario, ha respondido que sí lo es, porque “si nosotros no rezamos, no tendremos la fuerza para ir adelante en la vida”.
Para el Sucesor de Pedro, “la oración es el oxígeno de la vida”, es “atraer sobre nosotros la presencia del Espíritu Santo que nos lleva siempre adelante. Por esto yo hablo tanto de la oración”, aclara.
El amigo inoportuno
Después, Francisco se ha referido a cómo Jesús dio ejemplo “de una oración continua, practicada con perseverancia” y a cómo el Catecismo (cfr. CCE, 2613) recuerda las tres parábolas contenidas en el Evangelio de Lucas que subrayan esta característica de la oración de Jesús.
En esta línea, ha subrayado que la oración debe ser ante todo “tenaz”, como la del personaje de la parábola que llega a casa de un amigo en mitad de la noche, de improviso, para pedirle pan y, aunque “el amigo responde: ‘¡no!’, porque ya estoy en la cama”, él insiste varias veces, “hasta que le obliga a alzarse y darle el pan”.
Se trata de una “petición tenaz”. “Dios es más paciente que nosotros, y quien llama con fe y perseverancia a la puerta de su corazón no queda decepcionado”, indica. “Dios siempre responde. Siempre. Nuestro Padre sabe bien qué necesitamos”.
De este modo, el Pontífice apunta que la insistencia en la oración “no sirve para informarle o convencerle, sino para alimentar en nosotros el deseo y la espera”.
La viuda y el juez
A continuación, el Obispo de Roma ha citado la parábola de la viuda “que se dirige al juez para que le ayude a obtener justicia”. Éste es corrupto, advierte, “un hombre sin escrúpulos” que, finalmente, “por la insistencia de la viuda, decide complacerla”.
El Papa Francisco narró cómo el juez piensa “es mejor que le resuelva el problema y me la quito de encima, y así no viene continuamente a quejarse”. Esta parábola “nos hace entender que la fe no es el impulso de un momento, sino una disposición valiente a invocar a Dios, también a ‘discutir’ con Él, sin resignarse delante del mal y la injusticia”.
El fariseo y el publicano
La tercera y última parábola a la que el Santo Padre ha remitido presenta “un fariseo y un publicano que van al templo a rezar”. El primero se dirige a Dios “presumiendo de sus méritos”, y el otro “se siente indigno incluso solo por entrar en el santuario”.
Sin embargo, expone el Sumo Pontífice, Dios no escucha la oración “de los soberbios, mientras que escucha la de los humildes”: “No hay verdadera oración sin espíritu de humildad”, ésta es la que “nos lleva a pedir en la oración”.
Rezar siempre
Francisco afirmó que el Evangelio es claro en su enseñanza de “rezar siempre”, aun cuando parezca que todo es en vano, que Dios es “sordo y mudo”, que “perdemos el tiempo” o que resulta “una ilusión, un cansancio estéril”. “Practicar la oración significa también aceptar ese cansancio”, insiste.
Es necesario ir adelante, “en los momentos malos” y en los que “no sentimos nada”. Así, el Papa ilustró cómo muchos santos y santas han experimentado “la noche de la fe y el silencio de Dios” y han sido perseverantes.
Rezar “en nombre de Jesús”
Asimismo, Francisco explicó que en esas noches de la fe “quien reza nunca está solo”, ya que Jesús no “es solo testigo y maestro de oración, es más”, nos acoge en la oración “para que nosotros podamos rezar en Él y a través de Él”. Esto es, prosigue, “obra del Espíritu Santo”.
El Evangelio invita a “rezar al Padre en nombre de Jesús”, y el Catecismo muestra que “la certeza de ser escuchados en nuestras peticiones se funda en la oración de Jesús”, remarca.
El Obispo de Roma subrayó cómo sin Jesús, “nuestras oraciones correrían el riesgo de reducirse a los esfuerzos humanos, destinados la mayor parte de las veces al fracaso”, y que “Él ha tomado sobre sí cada grito, cada lamento, cada júbilo, cada súplica…cada oración humana”.
Por último, el Pontífice clarificó que el Espíritu Santo “reza en nosotros, es aquel que nos lleva a rezar, nos lleva a Jesús”, Cristo, que “es todo para nosotros, también en nuestra vida de oración”. Es por esto, concluye, que “el cristiano que reza no teme nada, se encomienda al Espíritu Santo, que se nos ha dado como don y que reza en nosotros, suscitando la oración”.
A continuación, sigue la catequesis completa de Francisco.
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Catequesis – 14. La oración perseverante
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Seguimos con las catequesis sobre la oración. Alguien me ha dicho: “Usted habla demasiado sobre la oración. No es necesario”. Sí, es necesario. Porque si nosotros no rezamos, no tendremos la fuerza para ir adelante en la vida. La oración es como el oxígeno de la vida. La oración es atraer sobre nosotros la presencia del Espíritu Santo que nos lleva siempre adelante. Por esto yo hablo tanto de la oración.
Jesús ha dado ejemplo de una oración continua, practicada con perseverancia. El diálogo constante con el Padre, en el silencio y en el recogimiento, es el fundamento de toda su misión. Los Evangelios nos cuentan también de sus exhortaciones a los discípulos, para que recen con insistencia, sin cansarse. El Catecismo recuerda las tres parábolas contenidas en el Evangelio de Lucas que subrayan esta característica de la oración (cfr. CCE, 2613) de Jesús.
La oración debe ser sobre todo tenaz: como el personaje de la parábola que, teniendo que acoger un huésped que llega de improviso, en mitad de la noche va a llamar a un amigo y le pide pan. El amigo responde: “¡no!”, porque ya está en la cama, pero él insiste e insiste hasta que no le obliga a alzarse y a darle el pan (cfr. Lc 11,5-8). Una petición tenaz. Pero Dios es más paciente que nosotros, y quien llama con fe y perseverancia a la puerta de su corazón no queda decepcionado. Dios siempre responde. Siempre. Nuestro Padre sabe bien qué necesitamos; la insistencia no sirve para informarle o convencerle, sino para alimentar en nosotros el deseo y la espera.
La segunda parábola es la de la viuda que se dirige al juez para que la ayude a obtener justicia. Este juez es corrupto, es un hombre sin escrúpulos, pero al final, exasperado por la insistencia de la viuda, decide complacerla (cfr. Lc 18,1-8). Y piensa: “Es mejor que le resuelva el problema y me la quito de encima, y así no viene continuamente a quejarse delante de mí”. Esta parábola nos hace entender que la fe no es el impulso de un momento, sino una disposición valiente a invocar a Dios, también a “discutir” con Él, sin resignarse delante del mal y la injusticia.
La tercera parábola presenta un fariseo y un publicano que van al Templo a rezar. El primero se dirige a Dios presumiendo de sus méritos; el otro se siente indigno incluso solo por entrar en el santuario. Pero Dios no escucha la oración del primero, es decir, de los soberbios, mientras escucha la de los humildes (cfr. Lc 18,9-14). No hay verdadera oración sin espíritu de humildad. Es precisamente la humildad la que nos lleva a pedir en la oración.
La enseñanza del Evangelio es clara: se debe rezar siempre, también cuando todo parece vano, cuando Dios parece sordo y mudo y nos parece que perdemos el tiempo. Incluso si el cielo se ofusca, el cristiano no deja de rezar. Su oración va a la par que la fe. Y la fe, en muchos días de nuestra vida, puede parecer una ilusión, un cansancio estéril. Hay momentos oscuros, en nuestra vida y en esos momentos la fe parece una ilusión.
Pero practicar la oración significa también aceptar este cansancio. “Padre, yo voy a rezar y no siento nada… me siento así, con el corazón seco, con el corazón árido”. Pero tenemos que ir adelante, con este cansancio de los momentos malos, de los momentos que no sentimos nada. Muchos santos y santas han experimentado la noche de la fe y el silencio de Dios —cuando nosotros llamamos y Dios no responde— y estos santos han sido perseverantes.
En estas noches de la fe, quien reza nunca está solo. Jesús de hecho no es solo testigo y maestro de oración, es más. Él nos acoge en su oración, para que nosotros podamos rezar en Él y a través de Él. Y esto es obra del Espíritu Santo.
Es por esta razón que el Evangelio nos invita a rezar al Padre en el nombre de Jesús. San Juan escribe estas palabras del Señor: “Y todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo” (14,13). Y el Catecismo explica que “la certeza de ser escuchados en nuestras peticiones se funda en la oración de Jesús” (n. 2614). Esta dona las alas que la oración del hombre siempre ha deseado poseer.
Cómo no recordar aquí las palabras del salmo 91, cargadas de confianza, que nacen de un corazón que espera todo de Dios: “Te cubrirá con su plumaje, un refugio hallarás bajo sus alas. Escudo y adarga es su lealtad. No temerás el terror de la noche, ni la saeta que de día vuela, ni la peste que avanza en las tinieblas, ni el azote que devasta a mediodía” (vv. 4-7). Es en Cristo que se cumple esta maravillosa oración, es en Él que encuentra su plena verdad.
Sin Jesús, nuestras oraciones correrían el riesgo de reducirse a los esfuerzos humanos, destinados la mayor parte de las veces al fracaso. Pero Él ha tomado sobre sí cada grito, cada lamento, cada júbilo, cada súplica… cada oración humana. Y no olvidemos el Espíritu Santo que reza en nosotros; es Aquel que nos lleva a rezar, nos lleva a Jesús. Es el don que el Padre y el Hijo nos han dado para proceder al encuentro de Dios. Y el Espíritu Santo, cuando nosotros rezamos, es el Espíritu Santo que reza en nuestros corazones.
Cristo es todo para nosotros, también en nuestra vida de oración. Lo decía San Agustín con una expresión iluminante, que encontramos también en el Catecismo: Jesús “ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; a Él se dirige nuestra oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en Él nuestras voces; y la voz de Él, en nosotros” (n. 2616).
Es por esto que el cristiano que reza no teme nada, se encomienda al Espíritu Santo, que se nos ha dado como don y que reza en nosotros, suscitando la oración. Que sea el mismo Espíritu Santo, Maestro de oración, quien nos enseñe el camino de la oración.
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