El resto de fe que le quedaba a Laetitia en medio de una vida adolescente y juvenil muy desordenada le sirvió para comprender qué tipo de ayuda necesitaba a una amiga. Pero fue ella la "ayudada", como cuenta ella misma en Découvrir Dieu.
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Nací en una familia numerosa y católica. Cuando era adolescente, nos fuimos a vivir a Nouméa, en Nueva Caledonia.
Allí me dejé arrastrar enseguida a una vida juvenil de tardes de beber mucho y volver a casa tarde, con relaciones afectivas complicadas y desordenadas.
Muy pronto mi vida familiar se convirtió en errática y cargada de heridas. Cuando volvimos a Francia, hice un año de universidad durante el cual estuve más tiempo en el bar que en el aula, con muchas noches de fiesta estudiantil…
Una ayuda de ida y vuelta
Me encontré con una amiga que vivía en ese momento circunstancias muy difíciles y se planteaba la cuestión del aborto. A pesar de que yo no practicaba, se me ocurrió llevarla a un lugar de encuentro de jóvenes para que pudiese encontrar a católicos alegres. La víspera de acudir a él ella canceló la cita, me dijo que no vendría, y yo me fui sola.
Cuando llegué a ese lugar, todos los que participaban sonreían, la mayor parte de ellos se conocían, no me sentía a gusto.
Al llegar la hora de la misa, sentía un gran malestar físico y me deshice en lágrimas, me puse a llorar porque quería cambiar de vida.
"Si lo que me han dicho sobre Ti es cierto..."
Levanté la cabeza mirando al cielo y dije: “Jesucristo, si todo lo que me han dicho sobre Ti desde que era niña es cierto, ven a demostrármelo, porque no quiero vivir así, este mundo es demasiado duro, no quiero vivir así”.
Al concluir la misa fui a ver a un sacerdote y comencé a hablarle, a contarle mi vida. Como tenía los ojos cerrados, abrigaba la certeza de que Jesús estaba ahí, que era Jesús en la persona del sacerdote quien me ponía la mano en la espalda y me decía: “Estoy aquí, siempre he estado a tu lado y sigo a tu lado”.
Salí de esa confesión con una paz que no había sentido jamás.
Desde ese encuentro con Jesús cara a cara, tengo la certeza de que Él está en mi vida todos los días cerca de mí, de que me guía en todos mis asuntos, ya sea algo que perdonar o algo que escuchar.
Lo que faltaba por hacer
Volví a ese lugar de peregrinación al año siguiente, fui a ver al sacerdote que me había confesado y le dije: “He vivido algo muy fuerte durante este último año, pero hay cosas que todavía quedan por resolver en mis relaciones familiares”.
El sacerdote me escuchó y me dijo, después de un momento de silencio: “¿No crees que debes pedir perdón a tus padres, y en particular a tu padre, por las preocupaciones que les has hecho vivir?”
Yo no había reparado ello. Tras meditarlo, fui a ver a mis padres y les pedí perdón por la adolescente que había sido. Hoy tenemos una relación muy fuerte y genial, gracias a ese momento de perdón que vivimos.
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