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miércoles, 28 de octubre de 2020

Qué hago con mis hermanos distanciados.

El reencuentro sembrando amor donde no había amor… La experta Orfa Astorga  propone como ejemplo un caso que llegó al consultorio de Aleteia


Mis cinco hermanos y yo tenemos una resistencia inconsciente para afrontar un problema doloroso en el que todos estamos implicados, y al no tener una respuesta a la mano preferimos silenciarlo, distanciándonos. El problema: la arraigada actitud por la que mutuamente nos hemos juzgado y descalificado, nacidos de la mutua desconfianza, por una mala formación.
Nuestros padres venían de familias heridas, y repitiendo patrones fueron unos carceleros que nos metieron en una prisión: la prisión  de nuestro interior en  que durante muchos años escuchamos voces que nos dijeron: como a ti te golpearon, tú golpearás; como a ti te educaron en la infelicidad, serás un infeliz; como aprendiste del fracaso, tú fracasaras, o caerás en el vicio, odiarás…
Aunque de esa cárcel logré salir con gran esfuerzo, he vuelto los ojos al pasado, no para extraer dolor o resentimiento, sino para encontrar una luz que me ayude en la comprensión propia y la de mis hermanos, con la esperanza de lograr una forma de reencuentro con  ellos.
Y ayudar quizá, a salir de esa cárcel a alguno de ellos…
Para ello pedí ayuda especializada que me permitiera penetrar en los claroscuros de nuestra herida familia. Ayuda que me hizo comprender que para sanar, es necesario identificar  y enfrentar los daños, así como entender nuestra personal inocencia en mucho de lo sucedido. Igual entender que todos sufrimos, para movernos a la comprensión y tolerancia con los demás.
Empezando desde un innegable punto de partida:
Todos los hermanos tomamos de la misma sopa: la falta de confianza básica que empieza desde el seno materno.
Nuestros padres nos amaron a su manera, ni duda cabe, pero por la falta de su adecuada expresión y de cuidados emocionales, no se engendró en nosotros a partir de la misma infanciauna confianza básica que es raíz y sustento de la seguridad que solo da el ser amados sin condiciones.
Esa falta de seguridad básica hizo que de diferentes formas y grados resultáramos afectados en cada etapa del posterior desarrollo, pues ocasionó heridas tempranas que tuvieron consecuencias físicas, emocionales, sociales y espirituales  que  fueron abriendo las profundas brechas de desconfianza que nos separaron.
En la infancia. Solo recordamos a una madre abismada en la tragedia de los traumas heredados y una mala relación. Lo mismo un padre distante que solo inspiraba temor.
Niñez. Se aniquiló nuestra creatividad e iniciativa cambiándolas por sentimientos  de culpa. Fácilmente éramos reprimidos en nuestros juegos y natural temperamento, para sellarlos bajo la loza del miedo al incomprensible castigo, del que tratábamos de escapar echando la culpa sobre el otro hermano”.
En los estudios nos desempeñamos siempre en la condición de inferioridad, mientras veíamos en los demás niños ser reconocidos por industriosos.
Los miedos y las culpas no nos permitieron desarrollar autonomía, por lo que nos quedamos sin protección para heridas futuras. Quizá en ese momento se generó la proclividad a la adicción de uno de mis hermanos.
Pubertad. Vivimos los cambios físicos en medio de la confusión y la vergüenza, en la soledad de la desinformación que puso en riesgo nuestra sexualidad y madurez afectiva.
Adolescencia. Lo que debió ser una sana identidad cedió las más de las veces a la confusión de nuestras conductas.  Mientras que en otro hogares veíamos que la rebeldía era aceptada como demostración normal de crecimiento, a nosotros: el grito, la bofetada, la rabia en los reclamos nos hacían huir a mundos imaginarios de los que quizá alguno de mis hermanos no ha salido del todo.
Juventud. Algunos de mis hermanos se rezagaron en la soledad y el aislamiento, pues la sociabilidad que debió cultivarse en la familia, se proyectó hacia una incapacidad de socializar en el mundo exterior que se tradujo en el fracaso profesional y familiar.
Adultez: Con la mente y el corazón apocados mis hermanos cayeron en el estancamiento. El éxito y el progreso no fue su signo, en vez de ello algunos cedieron a la falta de integridad y desesperanza.
Ignoro cuál es la profundidad y extensión que en la mente y el alma puedan tener mis hermanos, pero estoy seguro de que vale la pena salir al encuentro de ellos una y mil veces para intentar romper la coraza de la desconfianza, esperando, confiando y rezando porque Dios vele por todos nosotros mientras eso sucede, o no lo lograríamos del todo.
Sé que para ellos la tarea de la propia aceptación y la de aceptar a los demás será bastante más difícil de lo que parece ya que el orgullo, el temor a no ser amado y la convicción de poca valía están firmemente enraizados. Con todo, a pesar de nuestros pesares, por mucho que se endurezca el corazón, mientras vivamos siempre tendremos la necesidad vital de encontrarnos como hermanos.
En cuanto a mí, más que nunca me queda claro que puedo ayudarlos a sanar la relación y nuestro propio espíritu ofreciéndoles de todo corazón la mediación de mi mirada purificadora.
Una mirada de hermano verdadera, cariñosa, más llena de amor, más repleta de esperanza.
Es lo que Dios espera de mí y estoy dispuesto.

 Orfa Astorga, Aleteia






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