A lo largo de los Evangelios, muchas personas se acercan a Jesús
con preguntas. Sus respuestas rara vez siguen el patrón que ellos
esperan. En la lectura de hoy, los fariseos le preguntan cuándo llegará
el reino de Dios. Le han oído proclamar que "el reino de Dios está cerca",
y quieren una fecha, un calendario, una señal clara. Pero Jesús no
responde en esos términos. Se niega a convertir el misterio de Dios en un acontecimiento del calendario. Sí, llegará un momento en que el reino se
revelará en toda su plenitud, pero Jesús desvía su atención de las
especulaciones sobre el futuro hacia la realidad del presente. El Reino,
explica, no es algo lejano u oculto en la bruma del tiempo; ya está entre
ellos, ya está actuando allí donde los corazones están abiertos a Dios.
Y aquí es donde el Evangelio nos habla directamente. El Reino de Dios no es una promesa lejana o algo que sólo veremos después de la muerte. Ya está aquí, desplegándose silenciosamente en el mundo que nos rodea. Jesús nos recuerda que el reino de Dios no es sólo una esperanza futura, sino una realidad presente. Cada uno de nosotros tiene que ayudar a construir el reino de Dios en esta misma vida que se nos ha dado. Cada acto de bondad, cada momento de perdón, cada esfuerzo por construir la paz o servir a los demás se convierte en una pequeña piedra en los cimientos de ese reino. Esto es lo que hace que nuestra fe sea tan dinámica y emocionante: no nos limitamos a esperar a que llegue el cielo, sino que cooperamos activamente con Dios en su creación.
Creo que por eso los techos espectaculares de las iglesias funcionan tan bien: atraen el reino celestial al terrenal, difuminando la línea entre lo divino y lo humano. Nos hacen levantar los ojos, literalmente, hacia el cielo, recordándonos que la presencia de Dios no es remota, sino que está entretejida en el aire que respiramos. Un ejemplo perfecto es el magnífico fresco de Andrea Pozzo en el techo de la iglesia de San Ignacio de Roma, terminado en 1694. Pozzo, pintor jesuita, arquitecto y maestro de la perspectiva, transformó el techo plano en una impresionante visión del cielo que se abre sobre la congregación. En el centro, San Ignacio de Loyola es elevado hacia la luz de la Santísima Trinidad, rodeado de una gloriosa hueste de ángeles, santos y personificaciones de los cuatro continentes (Asia, África, Europa y América) que simbolizan el alcance universal del Evangelio.
La genialidad de Pozzo reside en el uso de una perspectiva ilusionista en la que las columnas pintadas, las nubes y las figuras parecen elevarse infinitamente hacia arriba, de modo que el techo físico parece desvanecerse. De pie bajo él, uno se siente atrapado entre la tierra y el cielo. Vemos visualmente que el cielo ya forma parte de nuestra realidad, el mismísimo reino de Dios ya está actuando aquí.
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