En un día en que Roma celebra la Fiesta de la Dedicación
de San Juan de Letrán, catedral de la ciudad eterna, León XIV recuerda en su
Ángelus dominical que la verdadera grandeza de la Iglesia no está en sus
piedras ni en su arte, sino en Cristo y en la comunidad de fieles que vive su
Evangelio.
Mireia Bonilla – Ciudad del Vaticano
En la Fiesta de la Dedicación de la Basílica de San Juan
de Letrán, el Papa León XIV invita a los fieles a contemplar el misterio de
unidad y de comunión con la Iglesia de Roma durante el Ángelus dominical:
“La Catedral de la Diócesis de Roma y sede del Sucesor
de Pedro, como sabemos, no sólo es una obra de extraordinaria importancia
histórica, artística y religiosa, sino que también representa la fuerza motriz
de la fe confiada y custodiada por los apóstoles y su transmisión a lo largo de
la historia”.
El Papa destaca además que, en su nave central, “alberga
las doce grandes estatuas de los apóstoles, primeros seguidores de Cristo y
testigos del Evangelio”.
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Dios
La Iglesia como dimensión espiritual
León XIV después enfatiza una dimensión espiritual más
profunda, para comprender en el misterio de la Iglesia mucho más que un simple
lugar, un espacio físico o una construcción hecha de piedras:
“El verdadero santuario de Dios es Cristo muerto y
resucitado. Él es el único mediador de la salvación, el único Redentor, Aquél
que, al unirse a nuestra humanidad y transformarnos con su amor, representa la
puerta que se abre de par en par para nosotros y nos conduce al Padre”.
Somos las piedras vivas de la Iglesia
“La adoración espiritual debe resplandecer por encima de
todo en nuestro testimonio de vida” ha afirmado el Papa, para recordarnos que
también nosotros somos piedras vivas de este edificio espiritual:
“Somos la Iglesia de Cristo, su cuerpo, sus miembros
llamados a difundir su Evangelio de misericordia, consuelo y paz por todo el
mundo”.
Por último, el Papa hace un llamado a superar los
prejuicios y las debilidades humanas: “Con frecuencia, las debilidades y los
errores de los cristianos, junto con tantos estereotipos y prejuicios, nos
impiden comprender la riqueza del misterio de la Iglesia. Su santidad, en
realidad, no reside en nuestros méritos, sino en el «don del Señor [que] no se
revoca jamás», que «con un amor que raya en la paradoja, elige una y otra vez
como recipiente de su presencia las manos sucias del hombre»”. “Caminemos, pues,
con la alegría de ser el Pueblo santo que Dios ha elegido e invoquemos a María,
Madre de la Iglesia” ha sido su exhortación final.
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