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domingo, 20 de julio de 2025

Domingo, día del Señor

No podemos ser verdaderos cristianos si no participamos en la misa dominical. No es verdadera vida la que no se vive por Dios y para Dios.

No podemos ser verdaderos cristianos si no participamos en la misa dominical. No es verdadera vida la que no se vive por Dios y para Dios.

Nuestro mundo hedonista, materialista e individualista ha decidido prescindir de Dios a fin de perseguir la efímera felicidad terrenal. De ahí que, después de las apretadas agendas y las prisas características de la semana, la mayor parte de la sociedad, al llegar el fin de semana, busque el tan anhelado descanso, tanto en la gran variedad de entretenimiento fácil y superficial que ofrecen nuestros móviles y pantallas como en la música estruendosa, el aglomeramiento y las extravagancias propias de los estadios deportivos, de algunas plazas y, en especial, de los grandes centros comerciales, nuevos templos del culto al hombre.

Parafraseando a San Pedro Julián Eymard: "El hombre tiene tiempo para todo menos para visitar a su Dios y Señor. Las calles y todos los lugares de recreo se llenan de gente y las iglesias donde mora Jesús están desiertas: se les tiene horror y se huye de ellas. ¡Pobre Jesús! Abandonado, traicionado, insultado, mofado y crucificado más indignamente, en su sacramento de amor, de lo que fuera en el huerto de los olivos, en Jerusalén y en el calvario. ¿Podíais esperar tanta indiferencia de los que rescataste con el precio de tu sangre… de tus hijos… amigos… aún de mí mismo?" (Método de adoración según los cuatro fines de la Santa Misa)

Lamentablemente, el hombre de hoy, que vive para sí mismo, ha olvidado que el domingo no es un día cualquiera, sino el día del Señor y, por lo tanto, debemos evitar todo aquello que impide el culto debido a Dios, la realización de las obras de caridad y el adecuado descanso del cuerpo y mente a través de la oración, la reflexión, el ocio y la convivencia familiar.

El domingo, primer día de la semana y día de la triunfal y gloriosa resurrección de Cristo, ha sido el día designado desde tiempos de los apóstoles para dar culto público y solemne a Dios, principalmente mediante el santo sacrificio de la misa. “El primer día de la semana nos reunimos para partir el pan. Pablo, que había de marchar al día siguiente, les predicaba, prolongando su discurso hasta la medianoche” (Hch 20, 7).

El celo por el cumplimiento del precepto dominical continúo con los primeros cristianos. Así tenemos a San Ignacio de Antioquía: “Ahora bien, los que se habían criado en el antiguo orden de cosas, vinieron a una nueva esperanza, y ya no vivían guardando el sábado, sino el domingo, el día en que amaneció nuestra vida por gracia del Señor y de su muerte” (Carta a los magnesianos, año 107).

Y, poco más tarde, Tertuliano: “Nosotros, sin embargo, (según nos ha enseñado la tradición) en el día de la Resurrección del Señor debemos tratar no sólo de arrodillarnos, sino que debemos dejar todos los afanes y preocupaciones, posponiendo incluso nuestros negocios, a menos que queramos dar lugar al diablo”.

De esta manera, el tercer precepto de los mandamientos de la ley de Dios, "Santificarás las fiestas", se concreta en el primer mandamiento de la Santa Madre Iglesia: “Escucharás misa los domingos y fiestas de guardar”. Además, en la tradición cristiana, el domingo es el primer día de la semana, pues representa la nueva creación que se inaugura con la resurrección de Cristo.

Asimismo, la santa misa es el sacrificio del Cuerpo y Sangre de Jesucristo, que se ofrece sobre nuestros altares bajo las especies de pan y de vino en memoria del sacrificio de la Cruz. Por ello, el sacrificio de la Misa es, sustancialmente, el mismo de la Cruz, aunque en nuestros altares se sacrifica Cristo sin derramamiento de sangre aplicándonos los frutos de su pasión y muerte. Por ello San Agustín afirma: "Reconoce en este pan lo que colgó en la cruz, y en este cáliz lo que fluyó de Su costado”.

Por tanto, el domingo es el día en el cual adoramos y glorificamos a Dios de manera visible y pública asistiendo con gran recogimiento y devoción al santo sacrificio de la misa, la cual se ofrece a Dios para cuatro fines:

  • Adoración (latréutico), para honrarle como conviene;
  • Acción de gracias (eucarístico), para agradecerle sus beneficios;
  • Reparación o expiación (propiciatorio), para darle alguna satisfacción de nuestros pecados y ofrecerle sufragios por las almas del purgatorio; 
  • Súplica (impetratorio), para alcanzar todas las gracias que nos son necesarias.

San Leonardo de Puerto Mauricio afirmó que: "Si no existiera la misa, el mundo ya se hubiera hundido en el abismo, por el peso de su iniquidad. La misa es el soporte poderoso que lo sostiene".

Por ello, no es casual que, con la desacralización del domingo y la paganización de nuestra sociedad, la vida familiar se haya visto gravemente dañada, no solo porque cada vez hay menos tiempo para estar y compartir en familia sino porque el número de familias rotas y artificialmente remendadas aumentan a medida que nuestra fe disminuye. Hemos olvidado que no hay vínculo más seguro que la familia que se une en la oración y adoración a Dios.

Actualmente, el santo sacrificio de la misa, que, al decir de San Buenaventura, tiene tantos misterios como gotas de agua en el mar, como átomos de polvo en el aire y como ángeles en el cielo, es ignorado y evitado por la mayoría de los bautizados. Pues son muchos los católicos que no cumplen con tan sencillo e importantísimo mandamiento, indispensable para poder cumplir con las exigencias de la vida cristiana. 

Sin los favores y las gracias que recibimos en la santa misa y en los sacramentos relacionados con ella (comunión y la imprescindible confesión) estamos perdidos: “Díjoles, pues, Jesús: En verdad, en verdad os digo, si no coméis la carne del Hijo del Hombre y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (Jn 6, 53). Y San Pablo advierte: “De modo que quien comiere el pan o bebiere el cáliz del Señor indignamente será reo del cuerpo y de la sangre del Señor” (1 Cor 11, 27).

No podemos ser verdaderos cristianos si no participamos en la santa misa. Por ello, a lo largo de los siglos, innumerables santos y mártires han arriesgado todo, y muchos han perdido hasta la vida, por asistir a la misa dominical. Bien sabían que no es verdadera vida la que no se vive por Dios y para Dios.

Pidamos a la Santísima Virgen nos alcance la gracia para que, a ejemplo de los cristianos de Abitinia, condenados a muerte en el año 304 por haber sido sorprendidos en la misa dominical, también nosotros, desde el fondo de nuestro corazón, podamos exclamar: “Sin el don del Señor, sin el Día del Señor no podemos vivir (Sine dominico non possumus!)".

Angélica Barragán, ReL


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