Ser pro-familia es la consecuencia intrínseca de ser pro-vida, pues el no nacido la necesita de forma natural para su perfeccionamiento como ser humano.
En la agenda pública vinculada a los medios de comunicación de larga data y en las redes sociales de invención más reciente, circulan numerosas palabras que buscan influenciar, con mayor o menor éxito, en las conciencias, en las emociones y en las acciones consiguientes de la población consumidora y, con frecuencia, poco crítica respecto de la información ofrecida. Guste o no, “lo recibido” nos “marca la cancha” no obstante nosotros tener una inclinación natural por naturaleza a conocer las cosas.
Lo dicho arriba aplica a conceptos como “pro-elección [choice, en inglés]” (en su variado despliegue que incluye aborto), “pro-vida” y un largo etcétera.
En lo que se refiere a la expresión “provida”, en particular, sucede que se la asocia a una serie de significados que podrían sintetizarse de esta manera: ser “provida” es ser “antiaborto”. El reduccionismo –porque es tal cosa– a veces es aceptado por propios (los defensores de la vida humana desde la concepción) y por ajenos (los abortistas).
Por este motivo:
- “Si se trata de ser ‘provida’, la cuestión no puede reducirse a oponerse al aborto sino que, además, se trata de estar a favor de la concepción –y por consiguiente, en contra de la anticoncepción–, y de una concepción de acuerdo al orden natural teniendo presente que los hijos son un don–regalo– y no un ‘producto’ más o menos aceptable –o descartable– como en el caso de la fecundación artificial”.
- “Lo que se ve de modo claro respecto de las personas, también podría afirmarse respecto de los gobiernos. Hay gobiernos que son, evidentemente, antinatalistas, abortistas y todos los males juntos. Sin embargo, hay otros gobiernos –o movimientos partidarios– que se declaran 'antiabortistas' pero... hacen agua cuando se trata de anticoncepción, de fecundación artificial o de medidas sociales efectivas al momento de proteger a la mujer embarazada y a sus hijos”.
Así puede considerarse mejor un paso más respecto del cuidado y defensa de la vida humana que no sólo se relaciona con el momento de la concepción sino también con el fin natural. El paso adelante que debe darse es el siguiente: hay que ser pro-familia; no alcanza con ser pro-vida.
En primer lugar, la promoción y la defensa de la vida humana desde la concepción se vincula con la familia fundada en el matrimonio por obvias razones.
En el vientre materno somos seres enteramente necesitados. Más inmediatamente y raigalmente, de nuestra madre y, más remotamente, del “ambiente social” al cual se integrará ese niño por nacer: la familia. Desde el comienzo de nuestra existencia, cada uno necesita conservar la vida mediante la nutrición. Quienes nos proveen del alimento son –deben serlo– nuestros padres.
Pero no sólo debemos conservarnos como individuos. Sobre todo, necesitamos adquirir la perfección moral propia de un ser corpóreo-espiritual como es el hombre.
Es decir, usando palabras de Santo Tomás de Aquino, así como existe un orden la generación, también existe otro de la perfección. Ambas provisiones (la nutricional y la moral) la recibimos en el seno de la familia o sociedad doméstica.
Dicho de otra manera, hay que ser pro-familia sin conformarse con ser pro-vida porque esa vida humana concebida y luego naciente –el concebido es un nasciturus, un niño por nacer– comienza a existir y se desarrolla en orden a su perfeccionamiento en una familia. No se trata solamente de un ideal sino de algo propio del hombre. Las excepciones confirman la regla, con frecuencia, de modo traumático: los niños que no viven en familia ven seriamente afectada su educación, es decir, el despliegue de su personalidad moral.
Por este motivo, los pro-vida, para serlo en sentido pleno, deben ser pro-familia, a su vez, fundada en el matrimonio –que no es la truchada ad usum de la postmodernidad–. Los pro-vida no podemos resignarnos a un mundo en que se ha normalizado el divorcio (el cáncer de la sociedad, en palabras del diputado argentino Arturo Bas), las uniones de hecho, los concubinatos, los “recasados”, y un largo etcétera de realidades sociales que se explican, al fin de cuentas, por la descristianización y consiguiente deshumanización del mundo.
Para una auténtica renovación social de acuerdo al derecho natural y cristiano (¿deberíamos hacernos lo giles respecto del catolicismo en la vida social?) no hace falta conformarse con un statu quo cada vez más contrario al bien del hombre. Si vale la comparación, una cosa es “hacer saltar el tablero” y otra es romperlo. De lo que se trata es de que se reordenen las fichas en el mismo tablero bajo el influjo del espíritu cristiano, que es tanto como afirmar la alianza entre la justicia y la caridad.
Germán Masserdotti, ReL
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